sábado, 28 de marzo de 2015

XII Muestra SyFy, capítulo III: Las rimas de Ikebukuro


Una de las cosas que me gustan de la Muestra es cómo crea condiciones especiales en las que uno se abre más al mundo y aprende a apreciar fenómenos que normalmente desprecia. Es el caso de lo sucedido con “Tokyo tribe”: normalmente, mi desdén por el rap y la subcultura hip-hop es bastante notorio, con lo cual, en teoría, una película musical que gira en torno a este estilo y que rapea sus dialogos durante más de dos horas debería haberme sacado de mis casillas, ¿no?


Pues no. Culpen a mi japonesismo, pero la premisa de Sion Sono es tan extravagante, con tan pocas medias tintas, tan decidida a evitar toda tibieza, tan diferente a todo (¿cuántos musicales rap sobre guerras de bandas al estilo hiperbólico de un manga o anime habéis visto en vuestra vida?) que uno, ante su longitud desmesurada y su ignorancia sublime de la estructura en tres actos y demás melindres narrativos que dotan de medida y entretenimiento tradicional a un relato, opta por relajarse, disfrutar y vivir una experiencia única que ningún visionado doméstico podrá replicar (dudo que incluso la alta definición haga justicia a semejante abigarramiento de figuras dentro de un carnaval de iluminaciones difusas que se carcajea del culto actual a la nitidez).


Habiendo solo visto de este director “Love exposure”, me pilló un poco por sorpresa semejante despliegue colorista y escenográfico, que hace pensar por momentos en una reformulación estrambótica de los musicales de la MGM (aunque haya elementos comunes, como el fetichismo de las braguitas, explotado aquí a placer con la coartada de las patadas voladoras de la karateka), y la absoluta falta de pudor a la hora de lanzarse a tumba abierta a lo grotesco e histriónico. Me da un poco de rabia que se refuerce una vez más el estereotipo del cine nipón como fábrica de frikadas pasadas de rosca (cuando precisamente hay una etapa de cine de género clásico, sujeto a cánones fijos, que soporta las comparaciones que queráis con el viejo Hollywood), pero pensemos que aquí, como en otras manifestaciones populares del país del Sol Naciente, tenemos aparentemente la válvula de escape ideal a siglos y siglos de tradiciones restrictivas y a una sociedad competitiva y clasista que aplasta al individuo. Siempre he odiado la idea de que hay que guardar compostura y maneras hasta en el campo de lo imaginario, hasta el punto de encontrar que merece la pena viajar hasta el mismo borde de la saturación con tal de rebatirla.


Por otro lado, la hipótesis de que la raíz de la agresividad y las guerras reside en la competición por ver quién tiene el pene más grande es tan poco sutil como en el fondo acertada.

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