sábado, 7 de febrero de 2015

La muerte viaja en tanque



La perversidad de la figura de Hitler va más allá de los desastres bélicos, del Holocausto o de su puesta en escena wagneriana del totalitarismo. Le debemos también el uso de su nombre como talismán mágico para justificar la posible bondad de las guerras y como espantajo para agitar cada vez que los poderes mundiales ven amenazado el orden geopolítico y necesitan intervenir. Jerry Bruckheimer y Ridley Scott lo intentaron con la imagen al ralentí de un marine corriendo con un niño somalí en brazos, pero no hay nada como la II Guerra Mundial para centrarse en la realidad brutal de la guerra sin necesidad de coartadas morales o políticas. Ahí realmente se hizo lo que se debía hacer, punto y pelota.

Eso es lo bueno de “Fury”, la película de David Ayer: cómo se compromete a no juzgar, a dejar que el espectador absorba la realidad del combate en toda su confusión moral, a colocarle en medio de una situaciòn en que los implicados terminan percibiendo como normal que se extermine a niños cuando estos eran los últimos recursos humanos de un III Reich sitiado, o que los encallecidos combatientes alivien sus deseos sexuales con las vencidas. Los tripulantes del tanque comandado por Brad Pitt (que saca partido a su bótox para erigirse en una figura casi monumental de soldado bronco, profesional y sin sentimientos) parecen por momentos una cuadrilla de bárbaros que han perdido su humanidad por el camino. Uno no sabe si el joven Logan Lerman, pese a su desagrado inicial ante ellos, termina por comprenderlos tras compartir el inimaginable día a día del combate, o si, como su adopción final del nombre de guerra “Máquina” hace pensar, renuncia a su alma por honor a la patria.

Es difícil no quedar fascinado ante la salvaje recreación de las batallas, con atronador sonido, gore generoso y ambientación barrosa y grisácea por doquier. A uno le da cierto remordimiento al percatarse de lo estéticamente satisfactoria que sigue siendo la guerra, el cosquilleo que sigue sintiendo nuestro ADN reptiliano ante la puesta en escena del asesinato en masa de millones de personas a manos de sus semejantes y la destrucción sistemática de las viviendas, obras públicas y monumentos de la humanidad. Ignoro qué pensará Jacques Rivette de una película como esta, aunque quizá le agrade que esté varios puntos por debajo de Spielberg en virtuosismo visual y pueda permitirse escupir ideas incómodas a la cara del espectador por aquello de que se trata de crímenes absueltos por la historia.

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