domingo, 4 de diciembre de 2011

Ken Russell (1927-2011)


No hay mucho futuro para los iconoclastas en los museos ni en las academias: si, a apenas 18 años de su muerte, se puede dar a un grande del siglo XX como Frank Zappa, que en vida tuvo pocos pero grandes admiradores, por virtualmente olvidado, no quiero ni pensar qué pasará a partir de ahora con Ken Russell, sinónimo de mal cineasta para la crítica más petarda y que ni siquiera en sus últimos años pudo ver editados en vídeo doméstico con un mínimo de calidad títulos suyos del calibre de “El mesías salvaje” o “Los diablos”.

Ya hablé de Ken Russell aquí y aquí, y no deseo repetir la mayoría de lo que ya dije mientras el abuelo aún vivía. Cuando yo empezaba a ver cine y a leer libros y críticas, la cantidad de bilis vertida de ordinario sobre el bueno de Ken me hacía pensar que, cuando ponía de acuerdo en su contra a tantas personas cuya opinión yo no solía respetar, algo bueno tenía que haber hecho. Los que le tachaban de histérico y excesivo parecían ignorar que nuestra vida civilizada, razonable y encarrilada necesita vías de escape, siquiera en el arte, y que, si uno ha de ser sensato, equilibrado y riguroso incluso en el tipo de arte que disfruta, y no puede tolerar que los demonios de la imaginación se desmanden, es que la distopía de Orwell ha llegado y los barrotes de una cárcel infinita e invisible se cruzan en nuestro cerebro.

Ken Russell era un romántico de la vieja escuela, de los que sentían ganas repentinas de nadar desnudos en pleno invierno y lo pagaban muriendo ahogados o de pulmonía. Siempre he encontrado gracioso que los detractores de “Gothic”, la peculiar versión “made in Russell de la legendaria noche en Villa Diodati que dio origen a todas las leyendas del terror moderno, señalen con particular inquina, como ejemplo preclaro de los delirios irresponsables de su director, la escena en la que un Shelley muy drogado ve a una mujer desnuda con ojos en el lugar de los pezones; reproche que ignora el hecho de que Shelley mencionó una visión similar en sus diarios de la época. Si se quiere hablar de los románticos desde dentro, poniéndose en su piel, el desmelene es inevitable; de otro modo, se termina haciendo un “Remando al viento”, es decir, una película desprovista de la vulgaridad entusiasta de Russell pero que reduce a sus poetas excéntricos a objetos de una exposición prestigiosa, huecos y sin vida.Otra película comúnmente denostada, “La pasión de China Blue”, guarda sin embargo, bajo su atmósfera complacientemente sórdida y sus golpes de efecto burdos, una mirada sociológica sobre la vida erótica del ciudadano medio y un humanismo a la hora de tratar temas casi tabúes en el cine como puede ser el de la sexualidad de la gente anciana que costaría encontrar en las obras de autores más “serios”.

Y en cuanto a la conexión con la música clásica, se me quedó en el tintero de mis artículos anteriores que, en mi opinión, Kubrick no habría filmado “La naranja mecánica” tal como la conocemos sin el precedente de Ken Russell y sus documentales de la BBC. La Novena de Beethoven ilustrando ahorcamientos, estatuillas de Cristo desnudo bailando, o Rossini marcando el ritmo de coitos a cámara rápida, parecen ideas del tío Ken. Siempre agradecí a Kubrick mostrarme que la música clásica podía asociarse a emociones fuertes y contemporáneas, pero eso ya lo había hecho antes Russell, a la par que ese estilo visual que hoy se ve desfasado pero que para mí encapsula el vigor de una época que, quizá por coincidir con mi niñez perdida, añoro desesperadamente.

Ahí tal vez resida la clave de mi identificación con un cineasta por el que se tiene tan poco respeto: su creatividad incontinente, a menudo sin filtros de coherencia ni de rigor, es la energía primordial del universo tal como pasa por los ojos y la mente de un niño grande; esa misma energía primordial que Ken hizo estallar en los fotogramas de “Un viaje alucinante al fondo de la mente”, que sobre el papel debía haber sido un manifiesto new age hasta que la Warner cometió la insensatez genial de darle el guión a un artista gamberro, a todo un precursor del punk que sin embargo amaba la música clásica y las bellas artes.

Hasta siempre, Ken. No todo lo que creaste fue igual de bueno, e incluso podría decirse que bastante de ello fue más bien malo, pero hiciste lo que te dio la gana, y, con tu entusiasmo insensato, iluminaste desde la pantalla la oscuridad de un mundo conformista, previsible y cuadriculado. Quizá se te termine olvidando, pero estuviste ahí. Otros, pese a su constante presencia en las carteleras, la prensa y las conversaciones de la gente culta, no llegaron a estar nunca de verdad.

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