domingo, 2 de octubre de 2011

Leone 68: C'era una volta il West


Se puede ser cínico y romántico al mismo tiempo, se puede conciliar la irreverencia con la mitomanía. Si eres capaz de tomar a Henry Fonda, el mismísimo Wyatt Earp de “Pasión de los fuertes” y hacerle matar a un niño en su primera escena, te tomarán por un violento iconoclasta, el Tarantino de finales de los 60, un obseso por la muerte que se recrea interminablemente en los preliminares de la violencia, en las palizas y en la agonía, que dedica más de 10 minutos en los que apenas sucede nada ni nadie habla a retratar cómo tres pistoleros aguardan a su víctima en una estación, tiempo muerto que sin embargo fascina porque sabemos que al final alguien morirá.




Pero en la otra cara de la moneda está la voluntad de llevar a Claudia Cardinale en carruaje desde los decorados de Almería hasta el mismísimo Monument Valley de Utah, la tierra de John Ford, o de despedir a los figurantes españoles, tan válidos en el ambiente mestizo de la “Trilogía del dólar” por no dar la verdadera apariencia de los habitantes de un poblado del Oeste americano. Aquel anarquista italiano dinamitaba el género pero en apariencia lo amaba, y quería despedirse de él con un western “de verdad”, más lírico y romántico que de costumbre.


Aunque también oscuro y en cierto modo pesimista. El viejo Oeste muere por la codicia, pero también por la necesidad de implantar la civilización. La ley de la libertad es a la vez la ley de la violencia; Mark Twain afirmaba que la vida en el Oeste era insoportable si no se contaba con un sentido del humor. Tuco es un personaje cómico y el Hombre sin Nombre es un maestro de la ironía seca, pero Armónica es una máquina de venganza, mientras que Frank, aunque sea estupendo como asesino, no podrá adaptarse a la siguiente fase por su falta de aptitudes para los negocios. Ni siquiera Cheyenne tendrá un lugar en el nuevo mundo, aunque le asaltará la tentación, quizá demasiado tarde, en la bella forma de Jill McBain.


Leone probablemente exageraba al afirmar que fueron las mujeres las que acabaron con el paraíso masculino del viejo Oeste implantando un matriarcado castrador. Es la vieja paranoia de los machos latinos que amamos a las mujeres pero tendemos a considerarlas una fuerza potencialmente destructiva: en “Por un puñado de dólares”, la pasión de Ramón Rojo por Marisol es uno de los desencadenantes del conflicto, como también sucede cuando “El Indio” de “La muerte tenía un precio” asesina en nombre de los celos y el deseo a la que luego sabremos que era hermana del coronel Mortimer. Es curioso que en la película más “feliz” de Leone, “El bueno, el feo y el malo”, las mujeres sean del todo irrelevantes en el argumento. En cambio, Jill McBain, con el físico de una Cardinale que no necesitaba saber actuar para ser convincente como objeto del deseo de todos los protagonistas masculinos, es por un lado un ser fuerte y decidido capaz de llevar a término los planes de su marido asesinado, pero también es una víctima que necesita utilizar todas sus armas de mujer para no caer bajo las balas de Frank, que no por casualidad es el único que llega a disfrutar de sus favores. Madonna y prostituta a la vez, por supuesto, que para eso, Paramount o no, estamos ante una película italiana.


Una película italiana que combina en sus créditos, como argumentistas, a una pareja bien curiosa: Bernardo Bertolucci y Dario Argento. Hay quien afirma (seguramente alguien que no quiere muy bien al bueno de Dario) que la única aportación del segundo fue la mosca que se pasea por la cara de Jack Elam, pero no olvidemos la teoría propuesta a menudo de que Armónica en realidad es un muerto (quizá caído en la misma emboscada de la estación), un espíritu de la venganza que actúa por cuenta propia pero también en nombre de todas las víctimas de Frank, cuyos nombres cita cada vez que éste le pregunta el suyo. El hieratismo de Bronson sería puro rigor mortis; quedarse con la hembra terrenal sería impensable para un fantasma que ha cumplido su misión y que, casualmente, cabalga hacia el horizonte con el cadáver de Cheyenne, escoltándolo hacia el país sin descubrir, de cuya frontera ningún viajero regresa, mientras los currantes construyen a su alrededor el reino de este mundo.



No hay western más abstracto, más depurado que este. Para algunos es demasiado perfecto, demasiado solemne, carente de la acidez de los tres anteriores, demasiado consciente de ser una obra de arte desde el principio hasta el fin. Incluso Morricone lo sabía: en lugar de sus efectos cómicos o su psicodelia gamberra, tenemos temas expansivos, sinfónicos, de melodías emocionantes. Es imposible escuchar el tema que acompaña a Frank sin que venga a la cabeza la idea de un destino terrible, inexorable, que no perdona. Es imposible, asimismo, no estremecerse ante la revelación final del hecho pasado que mueve los actos del enigmático vengador, no sucumbir ante la emoción geométrica del duelo final entre Armónica y Frank, acompañado por la misma música, que resume todas las virtudes de un subgénero que agonizaba como las notas del personaje de Bronson y que firmaba su certificado de defunción del modo más bello posible. Un mundo de violencia se cierra; los hombres fuertes y libres mueren con honor y valentía; los que quedan vivos trabajarán el resto de sus días, como fijó la maldición bíblica, y deberán contentarse con que una bella patrona les lleve agua para beber de vez en cuando.

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