lunes, 29 de agosto de 2011

Leone 64: Per un pugno di dollari


Ahora que algunos, a caballo del progreso tecnológico y las descargas gratuitas, dedican horas de pensamiento a poner en duda la noción misma de los derechos de autor, resulta interesante considerar el caso de Sergio Leone y “Por un puñado de dólares”, que pese a fusilar concienzudamente el planteamiento y la estructura de “Yojimbo” de Akira Kurosawa, es vista hoy como un clásico por derecho propio. Leone sabía muy bien lo que estaba haciendo, pero también tenía la respuesta preparada: Kurosawa habría tomada prestada la idea de “Arlequín, servidor de dos amos”, del italiano Carlo Goldoni, con lo cual el concepto original, por así decirlo, volvía a casa, o, dicho de otro modo, robando a un ladrón parece que el delito lo es menos.


Claro que, en el fondo, el esquema argumental importa poco en un cine tan formalista como el de género: ¿cuántos westerns, películas de terror, de suspense o eróticas tienen básicamente la misma trama? Lo principal es que las reglas del juego se han cambiado, o quizá que ya no existen. ¿Cuántos westerns anteriores se iniciaban con una secuencia en la que se dispara a un niño que huye? Los años 60 eran años apocalípticos: el pueblo de San Miguel bien podría ser un enclave de supervivientes tras cualquier holocausto, con la ley de otros lugares, o de otros tiempos, abolida en favor de la pura fuerza bruta. No es de extrañar que muchos seguidores del western clásico sigan abominando de Leone a día de hoy, habida cuenta de que fue de los primeros en desmontar la leyenda romántica del far west, del espacio de libertad y escritura del propio destino lejos del hollín y la claustrofobia urbana de la Revolución Industrial, de la promesa de una nueva Arcadia intemporal que logrará matar a la serpiente a golpes de Colt y Winchester antes de que Adán y Eva coman de la fruta prohibida, para reemplazarla con un infierno cínico de brutalidad, sadismo y ausencia de moral, donde queda claro que el ser humano es el mismo dondequiera que vaya y no veremos primeros planos de seres ideales como Gary Cooper o Gregory Peck sino de ignotos figurantes latinos, sudorosos y feos.


El héroe ya no es una figura heroica, sino una cifra, un enigma de motivaciones nada claras. Todos conocen la aseveración de Leone de que Clint Eastwood poseía dos expresiones faciales básicas: con sombrero y sin sombrero. El hombre sin nombre juega con las dos facciones, la de los Baxter y la de los Rojo, que desprecia por igual, enfrentándolas la una con la otra. Es posible creer que parte de sus motivaciones pueda encontrarse en su atracción por la mujer secuestrada, Marisol, o por los recuerdos que ésta le despierta, pero la inexpresividad bressoniana de Eastwood hace tan válida tal interpretación como la contraria. Asimismo, cuando el magullado protagonista contempla, desde el interior del ataúd, la sanguinaria masacre de los Baxter mientras emergen desprevenidos del incendio de su casa, puesta en marcha en parte por él mismo, su semblante es inquietante y ambiguo. Es posible creer que Clint posee principios al margen de la pura codicia, pero Leone nunca lo deja claro. Esto continuaba dando problemas cuando la película se emitió en la televisión estadounidense durante los 70, de ahí que se encargara a Monte Hellman rodar un prólogo en el que un figurante de espaldas, haciéndose pasar por Eastwood a base de llevar un poncho muy parecido, aceptaba hacer de agente secreto para el gobierno y terminar con la intolerable situación en San Miguel. Un giro curioso teniendo en cuenta que la película, con su clima de pesadilla, de miedo en las calles debido al enfrentamiento de dos clanes poderosos, acepta paralelismos con la Guerra Fría que reinó en el mundo occidental hasta bien entrados los años 80, con el héroe amoral introduciendo un soplo de anarquía en un universo, en toda una época del cine europeo, en el que sólo las posiciones doctrinarias y “seguras” parecían asegurar la supervivencia. Pero de esto nos damos cuenta ahora; entonces, sólo era un cine “de pipas”, para niños, currantes y porteras.


Porque Leone hacía quizá el western más pop hasta la fecha. Leone no explicaba porque ya se habían visto muchos westerns antes, reducía las situaciones a la viñeta icónica, rompía las reglas del espacio introduciendo enormes primeros planos de los contendientes que ellos, separados por enormes distancias, jamás podrían ver, alargaba el tiempo de las escenas con un estatismo digno de un anime japonés escaso de dibujantes en plantilla, se recreaba en una violencia sucia de golpes a traición, de dolor infligido a mala idea, lejos del ballet coreografiado de antaño en el que las sillas ya estaban medio rotas de antemano, el impacto del puñetazo no se veía y su fuerza era debida al efecto sonoro. Y por si no se notaba que habíamos entrado en otro mundo, vino Morricone y lo puso todo patas arriba con sus excéntricas composiciones, su psicodelia del sur de Río Grande, llenas de instrumentos inesperados, intervenciones vocales surrealistas (creo que las voces del tema principal dicen algo como “whip, whip”) y climas armónicos que van de lo más épico a lo más burlesco, todo en las antípodas de la música canónica de western, que parecía tener a Aaron Copland como santísimo patrón. Aunque convendría no ser injusto y reconocer que esos estridentes temas “mexicanizados” que ilustran los clímax de Leone (y que Tarantino sería capaz de reciclar hasta para una película del espacio) ya los anticipó “Rio Bravo” de Hawks, cuando a la cuadrilla asediada en la cárcel les tocan “Degüello”, para insinuarles que tienen muy cerca a la muerte.


Después de todo esto, creo que queda claro que el hecho de que Leone “copiara” a Kurosawa es poco relevante. Bach y Haendel se copiaban mutuamente sin reparo alguno y no pasaba nada, porque cada uno hacía su propia composición. Lástima que se trate de un mal ejemplo, porque, acostumbrados al “copy-paste”, el concepto de la “copia creativa” se ha colado por el desagüe electrónico para no volver…

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