lunes, 31 de enero de 2011

"Un Lun Dun" de China Miéville


La culpa de todo la tiene Tolkien. Dices “novela de fantasía” y todo Cristo piensa en un grupo variopinto de héroes ayudando a restaurar el feliz orden feudal. Otros te dicen que la fantasía heroica no es sino los libros de caballerías que parodió Cervantes, y que escribirlos después del “Quijote” es una impostura intolerable. Incluso los hay, como el finado Umbral, para quienes los niños son “grandes realistas” y que creen que darles a Harry Potter es “emborracharles la mente”.

Pero cuando llega gente como China Miéville, te replanteas las cosas. “Un Lun Dun” es una novela fantástica infantil que, amén de emborrachar la mente muy bien, refleja de una manera interesante la organización política del mundo, sugiere que la autoridad puede y debe ser cuestionada, y pone en solfa el determinismo rígido que la jerarquización de roles en el “fantasy” al uso parece defender.

Miéville no hace nada aquí que no hiciera antes, en su trilogía de Bas-Lag, o después, en “The city and the city”, pero su manera de hacerlo, en el marco de una narración de ritmo rápido y lenguaje simplificado, casi termina siendo más efectiva y mejor resuelta que en otros libros. Y lo bueno es que su ideología izquierdista (contradiciendo el sambenito de evasión conservadora que se le ha colgado a la narrativa fantástica) no se presenta en forma de sermones que obstaculizan la acción, sino que aparece mediante metáforas que uno no está obligado a interpretar en clave política.

La idea de un “No Londres” de población variopinta y construido a partir de la basura del Londres “normal” puede hacer pensar en el Tercer Mundo; la presencia como villano del Smog sería inocuo ecologismo de no ser por el hecho de que Londres se deshace de su Smog para filtrarlo hacia No Londres, y de que existen intereses industriales para que esto suceda; la intolerancia hacia el mestizaje toma la peculiar forma de Hemi, el niño nacido de la unión entre un humano y una fantasma, capaz de desenvolverse en ambos mundos; el personaje de Don Hablador, tirano que impone a las palabras el significado que él desea, hasta que estas se rebelan, da un aire de divertimento carroliano del que carecía el doublespeak de Orwell. Y así sucesivamente.

El libro es un gran juego, construyendo imágenes a partir de ingeniosos dobles sentidos difíciles o imposibles de traducir (¿cómo se podría, por ejemplo, trasladar la analogía entre ventanas y arañas, black window-black widow, que da origen a uno de los capítulos más memorables?) y dinamitando la tradición de manera maliciosa: mientras que Tim Burton convirtió su “Alicia” en la más tópica aventura de una “elegida” que cumple la profecía reservada para ella (y que, en en la vida real, de modo inquietante, parece ser fomentar los intereses colonialistas del Imperio Británico en China), Miéville hace que el libro de las profecías se equivoque, y que no sea la niña esbelta y rubia la encargada de salvar el mundo, sino más bien la bajita y morena, aquella para quien el destino no parecía asignar otro papel que el de hacer reír al público lector con sus torpezas y ocurrencias.

Hay tantas ideas sugestivas, monstruos, persecuciones y espíritu de rebelión como en cualquier otra novela de China, pero con el aliciente de que se lee mejor. No es un libro ácido ni controvertido, su subversión parece amable, pero hace gracia que se administre una descarga eléctrica a un miembro fariseo del Parlamento, y que se rompa el tabú pacato contra las armas de las ficciones infantiles haciendo de una pistola (eso sí, una pistola “negativa”) el arma principal contra el enemigo. Y, bueno, como pedagogía para los niños, la escena final, con la pequeña protagonista pidiendo cuentas a una ministra, me resulta ejemplar.

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