miércoles, 7 de julio de 2010

The grandmother 1970


Aquí ya está casi todo Lynch, al menos el primer Lynch atormentado que pasaba hambre, indiferencia e insatisfacción sexual. La familia como pesadilla suburbana cutre, la educación paterna comparada a la cría de un perro. El recurso a un cine mudo de un expresionismo extremo para cubrir el poco presupuesto, los decorados y las actuaciones de un precario que da casi miedo. La casa de la infancia sumida en una oscuridad de pozo gótico sin extensión o sin límites. La reproducción humana como un proceso áspero, indiferente, casi mineral. El uso del color para recalcar la vergüenza de las sábanas mojadas o el mal gusto doméstico. Hacer surgir a una abuela de una patata, en busca de un amor familiar que no se conoce, resulta una idea tan descabellada como entrañable, aunque la secuencia de su nacimiento sea digna del primer Cronenberg, aunque la naturaleza del amor sea equívoca y se vea empañada por la tragedia de la muerte y una disociación final del individuo que habría hecho las delicias de Francis Bacon. Esta pieza de fascinante imperfección supone una de las mejores refutaciones que conozco a la demagogia anti-subvenciones (el American Film Institute la financió en su totalidad), colocando de lleno a Lynch en el campo de los “titiriteros que viven del dinero público”, junto a otro jeta del que ya hemos hablado, que debe sus inicios al apoyo de las instituciones canadienses y se llama David Cronenberg.

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