domingo, 17 de enero de 2010

Eric Rohmer (1920-2010)


Yo solía decir con cierta frecuencia que la mejor película de Eric Rohmer era “El signo de Leo”, aquella extraña parábola de un vagabundo que recorre el París veraniego sin saber que es millonario; no porque lo creyera realmente, sino porque apenas había diálogos, porque estaba a medio camino entre el cine mudo y el Antonioni más arquitectónico. Mi elogio, pues, tenía la intención oculta de menospreciar el estilo maduro del cineasta, en el que diálogos interminables servían de herramienta para analizar psicologías y sentimientos.

Otros días, mi desdén era más expeditivo y manifestaba que, de los Rohmer, mi favorito era Sax, el autor de las novelas de Fu-Manchú.

Desdén quizá injusto. Los que me conozcan un poco bien saben de mi preferencia por un cine visual que sintetiza los mensajes a base de explotar las posibilidades del encuadre, la fotografía, la posición y movimiento de la cámara o las manipulaciones del sonido, en contra de un cine literario que pone en la orilla todos esos aspectos y trata de analizar los conflictos mediante una escenificación transparente. A Rohmer le tocó durante un tiempo simbolizar esta última tendencia, quizá porque fue uno de los modelos fundamentales de aquella generación de cineastas españoles surgida tras la muerte de Franco que, a falta de medios técnicos, quiso configurar una nueva nouvelle vague por tratarse de un objetivo asequible a nivel presupuestario, aunque quizá no a nivel artístico: la pequeña comedia humana de Rohmer parecía fácil de hacer, pero, ¿lo era realmente?

Mi último motivo de rencor hacia el pobre Eric fue la manera en que su estilo de hacer cine, a pesar de la poca influencia que algunas necrológicas le atribuyen, fue configurando el arquetipo de lo que el cine francés debería ser, es decir, una muestra de intimismo psicológico muy rico en sutileza y más pobre en aspiraciones formales. Por eso cineastas como Olivier Assayas estrenan entre nosotros cuando hacen dramas familiares, pero no cuando se lanzan a moderneces con Asia Argento y Michael Madsen. Por eso nos hemos quedado con una imagen estereotipada, y manipulada por los gustos de quienes seleccionan lo que nos llega, de la que en realidad es una de las cinematografías más diversas del mundo.

Pero, siendo justos, el cine de Rohmer, valorado en sí mismo, podía ser sugestivo, directo y refrescante, carente de retórica (quizá demasiado), más depurado y trabajado en lo visual de lo que parece, e incluso festivo. Mi memoria cinéfila siempre ha conectado títulos como “Pauline en la playa” con la comedia adolescente de toda la vida, pero con una sabiduría mundana y un conocimiento de la filosofía libertina del siglo XVIII de los que directores como John Hughes más bien carecían. Era curioso la manera en que Rohmer iba disminuyendo la edad de sus personajes: habría quienes lo vieran como un viejo sátiro aficionado a rodearse de carne joven, pero otros podrían aducir que no sería posible soportar a más neuróticas cuarentonas como la de “El rayo verde”.

Otro aspecto que no se le puede negar a Rohmer, aunque no te entusiasme en el fondo, es su inquietud, su manera de ir superando fases y cambiando el concepto, que le llevó incluso a terrenos como los del cine histórico, el de espionaje o el mitológico, aunque también le valdría alguna acusación de reaccionario monárquico por mostrar el punto de vista de los aristócratas ejecutados por la Revolución Francesa en “La inglesa y el duque”.

Pero la desaparición de Rohmer me provoca melancolía, al margen de la mera extinción de una trayectoria vital y creativa, por servir como enésimo recordatorio de una época en la que el cine de autor, e incluso el cine francés, gozaban de una influencia y un reconocimiento público que ahora habría que buscar con microscopio electrónico. Una época en que polémicas como la de “cine de prosa contra cine de poesía” (con Rohmer como representante del primero y Pasolini como representante más o menos paradójico del segundo) tenían cierto peso en el debate cultural.

Antes, los que querían estar a la última en cine intelectual podían entrar a una de Rohmer y entretenerse con historias de jovencitas casquivanas que manipulaban a los hombres o dilemas morales de hombres católicos enfrentados al poder milenario del sexo; ahora, les es necesario esforzarse por ver un hilo narrativo en cincuenta minutos de panorámicas fantasmagóricas por la jungla tailandesa. En los 80, peliculitas modestas y agradecidas como “El amigo de mi amiga” eran capaces de llenar la sala grande del Alphaville el sábado por la tarde. Ahora, me costaría bastante utilizar todos los dedos de una mano para contar los nuevos valores consolidados del cine francés capaces de hacer esto, de ahí que los aficionados al celuloide galo caigan en absurdos como ensalzar los valores de “Bienvenidos al norte”, pese a que Louis de Funès hacía lo mismo con bastante más gracia y sus películas se despachaban como subproductos de la baja cultura. Duele decir esto, pero se va a echar mucho de menos a figuras como la de Rohmer, cuya falta de relevo generacional va haciendo que el antaño fundamental cine francés se vaya hundiendo poco a poco en el desconocimiento y el anonimato.

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