domingo, 17 de mayo de 2009

Vacaciones para olvidar


La crítica cahierista dejó, entre sus muchas herencias envenenadas, la conversión del canon fílmico en una mera acumulación maniquea de filias y fobias, de amiguismos y antipatías. De ese modo, como a Truffaut le caía bien Hitchcock, todas sus películas eran buenas, mientras que, al caerle mal Huston, todas sus películas eran malas. Va uno dándose cuenta de que la política de autores necesita su reverso tenebroso, sus “antiautores” que, hagan cualquier cosa, siempre la harán mal, para hacer brillar con mayor fulgor a los autores de verdad. No puede haber ángeles sin demonios.

Por eso, entre los cineastas británicos modernetes, se ve como el “malo” a Danny Boyle (y con mayor encono ahora, al aparecer como un vendido a la industria y a los Oscar), mientras que el “bueno” es Michael Winterbottom. Boyle sería el comercial, el dedicado a una vistosidad superficial en cámara y montaje, todo impacto y nada de reflexión, tanteando por todos los géneros en busca de taquilla, mientras que Winterbottom sería el experimental, centrado en el contenido más que en la forma, y con un eclecticismo movido más por imperativos artísticos internos que por poner el objetivo en el público.

Lo cierto es que Michael es mucho más ONG: sus desheredados mueren por asfixia en la bodega de barcos no habilitados para el pasaje o son internados por error en Guantánamo; en cambio, Boyle los presenta enriquecidos por los últimos billetes previos al euro o por el azar risueño de un concurso televisivo (aunque también podríamos dar la vuelta al argumento con facilidad: Winterbottom lleva a la soleada Italia las angustias de burgueses acomodados, mientras Boyle, en la mísera Bombay, se ocupa de niños sumergidos literalmente en la mierda o mutilados para mendigar). Y tampoco olvidemos el juicio sumarísimo de las categorías: Winterbottom hace “películas inclasificables” y Boyle aspira a hacer prosaico cine de género.

Pero ¿es oro todo lo que reluce? Entre medias de sus pelis “concienciadas”, Winterbottom se dedica a retratar el hedonismo risueño del sonido Manchester o a alternar felaciones y eyaculaciones reales con canciones de Franz Ferdinand o Primal Scream. Su desaliño visual está más estudiado que un despeinado de peluquería, y no es óbice para que los resultados sean más interesantes que eficaces. A poco que se pare uno a pensar, tanto él como Boyle son caras de una misma moneda, con la salvedad de que el primero dedica más energías a conservar su credibilidad indie que a trabajarse sus historias.

Parece que la postmodernidad es el estilo de no tener estilo, de beber de mil fuentes sin bañarse en ninguna. Boyle busca fotocopiar el cine de muertos vivientes o de aventuras espaciales; Winterbottom aspira a copiar en lienzo, con una técnica pictórica justita, el western, la adaptación literaria, o cualquier película favorita que se le ponga a tiro o venga sugerida por los escenarios o ambientes.

Resulta irónico que, en aras de un progresismo mal entendido, se entienda la dinámica vistosidad de “Slumdog millionaire” como un vulgar recorrido de autobús turístico, mientras que las únicas secuencias con verdadero empaque visual de “Génova” sean las ambientadas en sus laberínticas y sórdidas callejuelas, incidiendo en una visión de Europa como lugar amenazador que resonaría con fuerza en el público estadounidense, compatriota de las dos niñas protagonistas.

Es un ejemplo de la referencialidad postmoderna como campo abonado para la confusión de los mensajes: lo que pretendía Winterbottom era ofrecer una versión amable de “Amenaza en la sombra” de Nicolas Roeg, oponiendo a la luminosidad mediterránea el contrapunto triste de callejas lóbregas y un fantasma, sin pensar en que introducir elementos argumentales sugestivos sólo para añadir sabor al guiso, sin considerar a fondo sus implicaciones, es tan frívolo como reciclar el mecanismo de un concurso televisivo para generar suspense.

Otro ejemplo de los peligros de lo cool a cualquier precio lo tenemos en la secuencia playera. Dado que el leit-motif musical de la película es el “Estudio No. 3” del Op. 10 de Chopin, ¿por qué no quedar guay poniendo como fondo la versión que de él realizó Serge Gainsbourg, con aire cutre-disco veraniego ochentero, y además cantada por su hija Charlotte cuando era pequeña? Buena idea, ¿no? El único problema es que la canción trata sobre el incesto padre-hija, lo cual, sobre imágenes de una niña de diez años en bañador, podría causar incomodidad a algunos. Pero, amigos, Gainsbourg es Gainsbourg, y si sirve para introducir una tímida dosis de incorrección política en una peli totalmente inocua, mejor que mejor.

Sobre todo porque la película es un concepto sin demasiado desarrollo. La idea de olvidar una pérdida familiar mediante un viaje a latitudes más cálidas es de las más explotadas en el cine, pero era tentador enfocarla como un ejercicio de estilo, como una improvisación sin guión, a lo nouvelle vague. El problema es que, para salir airoso del desafío, el cineasta debe ser un buen generador de acontecimientos, o poseer un ojo de águila capaz de captar la belleza fugaz en lo mundano. Ahora bien, si confundimos el lugar común con la espontaneidad (esos debates universitarios) o consideramos que el encuadre tembloroso y sin intencionalidad es el único antídoto al postalismo, mal andamos.

Y además me viene a la mente otra peli reciente que también evocaba el espíritu de “Amenaza en la sombra” y planteaba parcialmente idéntica lucha contra el dolor de la pérdida.“Vinyan”, aquella película que tantas protestas suscitó en la VI Muestra Sci Fi, ejemplifica un cine más oscuro, más pretencioso si queremos, pero comparte con “Génova” un concepto del rodaje como escritura, de la búsqueda del momento, que, sin estar logrado al cien por cien, sí lograba a ratos esa implicación del espectador que Winterbottom nunca logra, en parte por su distanciamiento de sus figuras, en parte por el concurso de un Colin Firth que parece convertir en comedia romántica cada plano en el que aparece, en parte por nuestra sospecha inquietante de estar ante la versión indie, con toques dramáticos, de “Un buen año” de Ridley Scott, un proyecto vacacional entre guiones más serios que se quiere vestir de sesuda reflexión. Era una buena oportunidad para hacer valer la ligereza sabia contra la introspección atormentada, pero, puesto a revisar algún año una de las dos, me quedo con la de du Welz. Y con “Slumdog”, por supuesto.

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