martes, 23 de diciembre de 2008

Tras los pasos del Rey Carmesí 4: "Islands" (1971)


Si quisiéramos aplicar a la discografía de King Crimson el viejo criterio frikiguay de reivindicar, con un mero afán provocativo, todos los rasgos más odiados por toda la gente enrollada y bienpensante, no cabe duda de que “Islands” sería uno de los puntos culminantes en la carrera de Robert Fripp y compañía. Lo tiene todo: improvisaciones atmosféricas y seudo-jazzísticas en la línea de las que ocupaban media cara 2 del álbum debut de Return to Forever; hippismo orientalista, lírico y cursilón; letras de aliento poético paisajista y amoroso, sin el simbolismo tenebroso de discos anteriores; una identificación clara con el universo de la música clásica, tanto en el uso de instrumentos solistas ajenos al rock como incluso en un claro pastiche escrito para oboe y cuerdas; una estética casi siempre meditativa y etérea que podría ser vista con mala leche como precursora de la new age.

Pero lo cierto es que seríamos simplistas: también está algo tan contradictorio en términos, mítico y genial como el solo de guitarra rítmica en “Sailor’s tale”, o esa canción sobre groupies, “Ladies of the road” en la que Sinfield parece querer superar en rijosidad y escatología las letras que por aquel entonces firmaba Frank Zappa junto a los ex-Turtles Flo & Eddie. Como disco en general, “Islands” engloba virtudes y defectos complementarios: la orquesta de cuerda suena amateur, pero la voz de Boz Burrell es de las mejores, más potentes y más versátiles del canon crimsoniano. Lo dispar de las propuestas musicales puede resultar disperso pero también evidenciar una ambición que no cabe en el estrecho casillero de la música rock.

Una de las acusaciones más frecuentes, y más hipócritas, contra el rock sinfónico, es la de que sus intérpretes están técnicamente muy por debajo de sus ambiciones clásicas o jazzísticas. Tengamos en cuenta que este tipo de argumentos suele venir de personas para quienes, cuanto más punki ochentero, desafinado y cutre suena un grupo, más les emociona, y seamos un poco realistas: si Steve Howe hubiese tocado igual o mejor que Andrés Segovia, se habría dedicado a la guitarra clásica y no a Yes; si Emerson hubiese ganado concursos internacionales de piano, habría grabado con Karajan y no con Lake y Palmer. Si nos ponemos en ese plan, los progresivos podrían ser vistos como otra encarnación de la revancha del segundón humillado, dando a sus estudios clásicos, seguramente suspensos, una expresión más espontánea, agresiva y a menudo malévola.

Lo que pasa es que “Islands” a menudo hace pensar en la verdad que encierra la susodicha acusación, nada más empezar, desde ese solo de contrabajo con arco típico del acompañante de jazz experto en el pizzicato de su estilo pero más bien torpe cuando le pones a tocar como en una orquesta de cuerda. Amén de que los del jazz tienen una visión del contrabajo solista de una solemnidad empalagosa, como también demuestra el Stanley Clarke de “Romantic warrior”. Que se escuchen “Pulcinella” de Stravinsky. Este arranque de “Formentera lady” da paso al mejor jingle turístico que tuvieron en mucho tiempo las islas Baleares hasta la llegada de Mike Oldfield. Entre el exotismo sinuoso de la melodía principal y el retrato literario de un Mediterráneo bucólico, emparentado con la Grecia antigua, como un lugar al margen del tiempo, ajeno a las prisas de las civilización, poblado por pintorescos hippies y donde se te asegura el éxito sexual con alguna “amante oscura” de Formentera, sólo lo cerril y troglodita de las autoridades franquistas pudieron impedir que se declarase a Fripp y Sinfield hijos predilectos de la isla. Aunque la verdad se acercaría más bien a “More”, la película de Barbet Schroeder.

“Formentera lady” es interesante también como corroboración de la egocéntrica teoría de Fripp según la cual todos los grupos posteriores del ámbito progresivo copiaron a Crimson. En toda la segunda mitad, de bajo insistente, saxo jazzero, disonancias psicodélicas y vocalizaciones orgásmicas por parte de Boz y de Paulina Lucas, ex soprano de la ópera de Sadler’s Wells, no es difícil ver todo el origen de Gong, el delirante combo anglo-francés que fabricó de la combinación entre jazz-fusión y LSD uno de los sonidos más peculiares de los años 70, aunque añadiendo unos ingredientes de humor y music-hall que en Crimson faltaban.

“Sailor’s tale” remite a los sonidos amenazadores de “21st century schizoid man”, “Pictures of a city” o incluso “The devil’s triangle”. Retomar un motivo melódico de la canción anterior, pero en el marco de un blues up-tempo, es un viejo truco para tratar de establecer una coherencia compositiva que no durará mucho en el disco. Fripp, ya lo sabemos, aspiraba a ser funky, y, aunque no lograría serlo hasta los hits discotequeros de Bowie, los intentos arrojan un interés notable, como en el ya aludido solo central, quizá lo mejor de todo el álbum, en el que Robert ejecuta con rabia una serie de acordes de los que hacen daño a los dedos con sólo pensar en cómo colocarlos en el mástil, sometidos encima a una rítmica irregular de un yogur bastante malo. Después de esto, vuelve el melotrón en plan ominoso, dejando claro, como en el cierre del segundo elepé, que la historia del marinero termina en naufragio, o por lo menos eso me hace pensar la coincidencia semántica de los títulos y la profundidad insondable de los sonidos del vetusto teclado eléctrico.

“The letter”, en el plano de las letras, entra por un ángulo inesperado, a saber un melodrama decimonónico de infidelidades matrimoniales, amantes embarazadas, maridos muertos y suicidios por despecho. Es algo tan a contracorriente de los temas literarios del rock que uno llega a sospechar que su razón principal de ser es la irrupción repentina, tras el suave comienzo, de un estruendoso riff blues-jazzero marca de la casa, amén de unas improvisaciones al borde del free de Fripp y de Mel Collins. Esta canción, quizá por lo inusual, me parece de las más curiosas del disco, quizá por ser más decadente y carecer del olor a pies de los hippies de Formentera, o de la vulgaridad rampante del tema que abre la cara 2.

Pero no creamos que la vulgaridad es mala en sí misma. Sinfield quizá sentía cargo de conciencia por lo finolis que le habían quedado otras letras de este disco y quiso desquitarse ante la comunidad rockera llevando a un terreno más explícito lo que ya había contado a lo sutil en la anterior “Cadence and cascade”. En “Ladies of the road”, el sensible creador de arte progresivo se quita la careta y se revela como lo que todo hombre es: un obseso de ínfulas priápicas que sueña con llevarse al huerto a toda persona atractiva que se cruce en su camino. Sea una chica adolescente, “reportera escolar” apenas púber, en la primera estrofa, una pacifista feminista, de la que se citan los “dos dedos” no sé si por formar con ellos el símbolo de la paz o por usarlos para masajear sus partes íntimas, en la segunda estrofa, o, en la tercera, una modernita “cool” cuya obsesión es masajear la “Fender” del rockero, ya que a todo artista de las seis cuerdas le cuelga entre las piernas la Stratocaster de Jimi. La ironía del estribillo, que compara los desmanes eróticos de la carretera con las travesuras de niños ladrones de manzanas, sirve de introducción a la pièce de resistance de la canción, un estudio sociológico del sexo oral entre estrella y groupie con el que ni siquiera Xaviera Hollander hubiese podido soñar. La chica flipada de San Francisco, después de comer “toda la carne que le di”, o sea, de burrito, ofrece a la estrella “probar la suya, por si le apetecía el sabor”, pero ésta la manda a paseo, pues ese sabor no es otro que “raspa de pescado con marron glacé”. Uno casi preferiría no detenerse a analizar de dónde pudo surgir esa textura de marron glacé, pero lo que es seguro es que la chica de Frisco no tenía hábitos muy higiénicos que digamos. Y la verdad es que la música intenta estar al nivel de tanta suciedad: no me gustan mucho las pretensiones agresivas del saxo de Collins, que suena desafinado como en el resto del disco, pero el agónico solo de Fripp, que se encamina trabajosamente hacia los agudos como si de una masturbación dolorosa se tratara, es de antología. Y luego dirán que el rock sinfónico es un estilo carente de inspiración terrenal, vicio y lujuria.

A continuación, como en “The letter”, el impacto del contraste con “Prelude: Song of the gulls”, fragmento de inspiración clásica compuesto para el oboe solista de Robin Miller y una agrupación de cuerdas no acreditada. Más que por su calidad o falta de ella (lo dejaremos en un tema simpático), “Prelude” es interesante por lo que revela sobre las presuntas inspiraciones compositivas de Fripp. A pesar de la famosa frase sobre “tocar a Bartók con la intensidad de Jimi Hendrix, lo cierto es que el líder de Crimson, sobre todo en este disco, se revela no como un modernista agresivo de principios de siglo, sino como un eslabón más en la cadena bucólica de compositores ingleses que se inicia en Elgar y continúa con gente como Bax, Parry o esa inspiración secreta de Fripp que siempre fue Vaughan Williams. Recuerdo mi decepción al leer en el blog de nuestro protagonista la aseveración de que sus piezas favoritas del momento estaban firmadas por Mozart, ilustrando las palabras con una foto donde se le veía con el libro de Charles Rosen “El estilo clásico” sobre la mesa. El león ruge cuando agarra la eléctrica, pero podría rugir más y mejor si sus referentes “serios” no se hubiesen vuelto tan apolíneos.

Otra implicación de “Prelude” tiene que ver con las habilidades compositivas de Fripp: el título de la pieza no miente porque realmente se trata de una canción, un “lied” si nos ponemos exquisitos y germánicos, que alterna episodios idénticos pero no los somete a variación ni transformación. No se trata de un pecado mortal: Schubert fue a menudo igual de pobre en material melódico y estructura que muchos autores de canciones pop, y ahí lo tenéis en el olimpo de los grandes. No obstante, me da que un análisis de las piezas crimsonianas de esta época no revelaría una complejidad mucho mayor que la de esta “Canción de las gaviotas”, pudiéndose llegar a la conclusión de que el impacto viene más bien del lado bronco y visceral y de que, pese a las connotaciones despectivas de que se ha revestido lo “progresivo”, lo especial de Fripp es que, a fin de cuentas, es un músico de rock.

La conclusión del disco, “Islands” es quizá el momento más melifluo de Sinfield, con una acumulación de metáforas naturales sobre el aislamiento que no parecen decir mucho más allá de la necesidad de amor de un ser solitario. En su época me parecía que la corneta solista de Mark Charig era bastante floja en lo técnico, pero esa vulnerabilidad está mucho más en sintonía con el tema de la canción que los poderosos pulmones de cualquier trompetista ruso. Fripp, como en muchas partes de este disco, renuncia al afán protagonista aplicándose a un instrumento que no domina especialmente, en este caso el armonio de pedal, parece ser que bastante duro físicamente y que da a la canción ese bajo cavernoso, esa atmósfera con un horizonte constante en la lejanía. Repitiendo la jugada de “Formentera lady”, se apuesta por un estatismo rítmico y armónico y un crescendo flanqueado de improvisaciones de jazz un tanto pobretonas. Mentiría si digo que el tema me desagrada, pero lamento que el concepto de la belleza mostrado aquí por Fripp sea en el fondo tan convencional, aunque en el contexto de la música pop su riesgo fuera máximo. Esto no podía durar, de ahí que las interpretaciones en vivo de este grupo, el primero en salir a la carretera desde los tiempos heroicos con Lake y los Giles, fuesen mucho más enérgicas y extrovertidas antes de estrellarse contra la dura realidad.

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