jueves, 20 de noviembre de 2008

Compositores: Samuel Barber


Cuando cierto grupo indie cuyo nombre desconozco habla de una moto cuyo motor suena a Samuel Barber, creo no equivocarme en suponer que tal sonido se asemeja al “Adagio para cuerdas” y no a “Meditación y danza de venganza de Medea”, el “Concierto de Capricornio” o el “Segundo ensayo para orquesta”. Parece que estamos demasiado acostumbrados al ámbito de la música pop, donde una manera de sonar es una marca de fábrica, para hacernos a la idea de que un compositor no se pasa la vida entera repitiendo la misma pieza. Bueno, Stravinsky dijo que Vivaldi compuso doscientas veces el mismo concierto, pero no todos tienen por qué hacer así.

Si consideramos que el “Adagio para cuerdas” es una de las primeras obras de Barber (es el arreglo para toda la sección de cuerda de un movimiento de su Cuarteto op. 11), nos daría la impresión de que lo suyo fue llegar y besar al santo, aunque estos éxitos tempranos tienen también bastante de maldición. Tanta aparición cinematográfica en “El hombre elefante” y “Platoon”, tanto funeral de estado a su son, han terminado haciendo de la pieza un sinónimo de dramatismo sensiblero, de un romanticismo moña ajeno al espíritu de los tiempos, en definitiva en una partitura detestada de manera inmisericorde por mucha persona de criterio independiente que se siente objeto de una manipulación al escucharla.

Injusto; el sentimentalismo forma parte de las emociones y pensamientos humanos con idéntico rango a la furia, el cálculo racional, el deseo sexual o el humor, y si pensamos que la música puede intentar reflejar todo esto, el “Adagio para cuerdas” posee una dignidad sobrecogedora, sea un topicazo o no. Es verdad que no hay muchos progresos formales respecto al siglo XIX, pero también que Barber no se detuvo ahí. Su ballet “Medea”, junto a la increíble síntesis del mismo, la “Meditación y danza de venganza”, que recompone e unifica sus momentos estelares en apenas 12 minutos, no son la obra de un retrógrado, sino de alguien que conoce muy bien los recursos modernos de la orquesta, sabe crear atmósferas inquietantes y oscuras y conducirlas a un clímax a medio camino entre los ritmos latinos y “La consagración de la primavera”.

El “Concierto para violín”, por más que los íntegros puedan cachondearse al saber que fue encargado por un fabricante de jabón para que su hijo adoptivo se luciera, debe ser uno de los últimos grandes conciertos para el instrumento llenos de amplias melodías, romanticismo expansivo y virtuosismo diabólico. Y la verdad es que el formato concertante se le dio bien a Samuel: para piano, dejó una interesante confrontación entre un modernismo percutante como lo pudo haber entendido el último Bartók y la melodía dulce e inolvidable del movimiento central, y, para chelo, ya que no podía medirse en ese terreno a Dvorak (¿y quién ha podido?), se ocupó de que su concierto fuera de los más directos y dinámicos jamás escritos para el mastodonte que se toca entre las piernas.

La cosa no para ahí: la “Sinfonía nº1”, cuyos cuatro movimientos continuos desarrollan con sobriedad, ingenio e imaginación un único tema, no me parece peor que, por ejemplo, la “Sinfonía da requiem” de Britten; la “Sonata para piano”, angular y tensa, atestigua que Barber manejaba armonías y ritmos más modernos de lo que muchos seudomelómanos le atribuyen; el “Concierto de Capricornio” es una atractiva incursión en el neoclasicismo stravinskiano, “Música de verano” es uno de los quintetos de viento más evocadores y melancólicos que conozco...

Vamos, que si hay por ahí fuera alguna moto que suene a todo esto, yo quiero esa moto.

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