sábado, 29 de noviembre de 2008

Compositores: Richard Wagner


Cuando un artista sigue siendo controvertido ciento y pico años después de su muerte, algo interesante debió de hacer. Si encima se trata de alguien capaz de despertar aún hoy pasiones juveniles, de figurar en primera línea del debate ideológico y artístico y de ver su música prohibida por decreto en países que se dicen civilizados, la cosa se pone interesante.

Si encima le añadimos su condición de personaje insoportablemente vanidoso, de aventurero perseguido por deudas y por activismo político en media Europa, de azote de amistades sin escrúpulo alguno a la hora de despojarlas de dinero o esposas, de oportunista redomado que según algunos no habría hecho ascos a ligarse sexualmente al rey loco Luis II con tal de que le financiara su gran teatro de ópera, y de talento musical sin igual ni sentido de la medida, de unas pretensiones parejas a lo arcaico e ilegible de sus libretos y a la extensión maratoniana de unas obras que te rinden a la vez de admiración y de agotamiento, no cabe duda de que se trata de alguien especial.

La leyenda negra de que su música es un punto de reunión para fascistas se confirma de vez en cuando a través de casos como el de un conocido mío que cayó enamorado de “Tristán”, “Parsifal” y la Tetralogía sólo con los fragmentos que incluyó John Boorman en la banda sonora de “Excalibur”, y que a partir de allí acabó pasando unos cuantos años juveniles, de los que no quiere hablar demasiado, en la organización Cedade. Francis Ford Coppola también tiene su parte de culpa en la formación del estereotipo cuando él y su montador Walter Murch se dieron cuenta de lo bien que quedaba la “Cabalgata de las walkirias” como fondo musical de un bombardeo con napalm.

Música para nazis, imperialistas, guerreros, invasores. Menos mal que ahora se está empezando a conocer que a Hitler le aburrían soberanamente las representaciones de cuatro horas del “Anillo del Nibelungo”, a las que asistía porque las hicieron formar parte de la parafernalia monumental del régimen, y que lo suyo eran las operetas vienesas de toda la vida. Lo cual no quita para que fragmentos escogidos del compositor fuesen escogidos como banda sonora de los campos de concentración y se asociasen, al mejor estilo pavloviano, a situaciones de atrocidad y masacre. Lo mismo deben de pensar muchos chilenos de las canciones de Nino Bravo, utilizadas como fondo sonoro para ocultar los gritos por los torturadores de Pinochet, y dudo que a Nino se le pudiera echar la culpa.

Se puede decir que los libretos de “El holandés errante” o el propio “Anillo”, reflejan la prepotencia de un burgués del siglo XIX que veía a las mujeres como una mercancía para comprar y vender, que miraba al resto del mundo con unas anteojeras clasistas y racistas, y no albergaba excesivas dudas sobre la superioridad germánica en todos los aspectos. Pero también que la música de estas obras no sólo es épica pura, sino que también presenta otras facetas menos sensacionales que el público medio suele olvidar en medio de tantos tópicos sobre estruendos marciales y acompañamiento para las secuencias de Leni Riefenstahl.

“Tristán e Isolda”, “Lohengrin”, “Parsifal” y el “Anillo” contienen también un importante componente simbolista y místico, expresado en términos de relajación contemplativa y armonía cromática, con una serenidad y una delicadeza de timbres que la gente progre no se esperaría jamás en alguien a quien imaginan como un patán que se pasaría la vida poniendo sus botas militares encima de la mesa. Habrá quienes se rían de su sentido de lo sublime y lo trascendente, pero ciertos pasajes no dejan duda alguna de que nuestro personaje era un soñador, un creador de atmósferas, un idealista apasionado cuya musa le llevó a quemar la morada de los dioses. Sin su faceta visionaria, no tendríamos ni a Debussy, ni a Scriabin, ni a Strauss, ni a Mahler, ni a medio siglo XX.

Otra cosa es que pudiera haber expresado lo que tenía dentro de una manera un poquito más concisa. Sólo fui capaz de tragarme las 14 horas enteras de “El anillo del nibelungo” durante una temporada de estudios allá por el 2002, y dudo seriamente que, dada mi vida actual, la proeza pueda repetirse. De que su autor era un genio imprescindible, no tengo la más mínima duda. De que se le podía considerar un notable pesado, tampoco. Pero hay que escucharle, sean los discos completos o sólo algún “Grandes éxitos”.

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