miércoles, 26 de noviembre de 2008

Compositores: Leonard Bernstein


Acostumbrados a la identificación abusiva que la música pop establece entre autor e intérprete, pueden llamar la atención las reticencias con que en el mundillo clásico se ha solido acoger a los músicos que tocan o dirigen sus propias composiciones. Claro está que se trata de un ámbito más reglamentado, esclerotizado y resistente al cambio y al mestizaje que la Tierra Media de Tolkien. Ha de ser así cuando a los jóvenes no les ha importado dejarlo en manos de los viejos.

Les ha pasado a muchos, empezando por Gustav Mahler, de quien se creía que imponía desde el podio, donde su talento era innegable, sus sinfonías excéntricas y farragosas, aunque Mahler no es un buen ejemplo dada su rehabilitación póstuma masiva. Debería preguntar más bien cuántas personas conocen las piezas escritas por Wilhelm Furtwängler, Antal Dorati o Igor Markevitch, cuyos esfuerzos compositivos fueron sin embargo bastante asiduos. Incluso hoy, los pentagramas de Lorin Maazel son juzgados como basura y despachados como ejercicios de vanidad mucho antes de su primera audición.

Leonard Bernstein sí consiguió hacerse notar en ambos campos, porque, naturalmente, Lenny era Lenny. Personaje carismático dentro y fuera de la sala de conciertos, su energía contagiosa, el carácter llano y neoyorquino de sus interpretaciones (al menos antes de su etapa final, durante la cual incluso las “Saudades do Brasil” de Milhaud le sonaban a adagio de Mahler) le convertían en la antítesis del aristocrático Karajan.

Los puristas, no obstante, odiaban a ambos por igual por el pecado mortal de popularizar una forma artística que hasta entonces era privativa de las élites. El pecado de Karajan no era, como se quería hacer pensar, ni su refinamiento al borde de lo cursi, ni su clasismo que requería un cuarto de baño diferente al del resto de la orquesta, ni siquiera haber tenido no uno sino dos carnets del partido nazi: la ofensa era haber llevado a Beethoven y Brahms a los hogares de clase media de los 60, entre la vulgaridad del papel pintado y los receptores de televisión donde podía verse “Bonanza”. Lo cual se podía censurar igualmente al extrovertido judío de Massachusetts.

Bernstein, ya se sabe, era un as del “radical chic”. Podía delatar en sus divulgaciones populares un conocimiento de primera mano de las realidades menos respetables de la vida, como en aquella legendaria descripción de la “Sinfonía fantástica” de Berlioz (Berlioz lo cuenta tal como es: te comes un tripi y acabas gritando en tu propio funeral”), pero también era capaz de dar surrealistas fiestas en honor de los Panteras Negras con la asistencia de toda la alta sociedad de Nueva York vestida de punta en blanco. Es una dicotomía similar a la de sus composiciones: pese a sus musicales de Broadway o frikadas amparadas por el secularismo del Vaticano II como su “Misa”, pese a las inevitables interjecciones de jazz o canción popular en medio de pasajes muy serios, Bernstein fue quizá uno de los compositores estadounidenses más académicos del siglo XX, por delante incluso de Barber, a quien se tiene injustamente por un carca.

En todo caso, si se quiere conocer bien al Bernstein compositor, mejor huir de sus regrabaciones bajo la etiqueta amarilla de la Deutsche Grammophon, que son un ejemplo de manual de la exquisitez mal entendida, y acudir a los reverberantes y urgentes registros del sello Columbia, hoy conocido como Sony (antes de que cerrara su división clásica y lo descatalogara todo). En la versión de DG, por ejemplo, las variaciones de la Sinfonía nº 2 “La era de la ansiedad” se hacen demasiado largas y solemnes y uno no ve el momento de que empiecen el swing y el bailoteo previos a la conclusión. Si en esta época Lenny era capaz de estirar durante una hora la “Patética” de Tchaikovsky o de convertir “La consagración de la primavera” en una procesión del Via Crucis, entonces ni siquiera su propio “Mambo” de “West side story” estaba a salvo...

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