miércoles, 19 de noviembre de 2008

Compositores: György Ligeti


Con la excepción de figuras híbridas como Frank Zappa o celebridades minimalistas al estilo Michael Nyman, György Ligeti es casi el único compositor “serio” de la segunda mitad del XX que logró adquirir cierto status de icono pop, y todo gracias a un señor llamado Stanley Kubrick, a quien llamó la atención la música del húngaro cuando apenas debían de conocerlo cuatro perturbados asistentes a los cursos de verano en Darmstadt y parecida fauna friki, y dio el importante paso de desechar en su favor la amalgama de cartón piedra hollywoodense y pastiches de Stravinsky y Copland que presumiblemente le tenía preparada Alex North. Y no es por menospreciar a North, pero Kubrick hizo bien: “2001” no habría parecido ni la mitad de original con una música de acompañamiento que hubiese sonado “a banda sonora”.

Una de las claves de por qué Ligeti suele ser más aceptado que, por ejemplo, mi amigo Pierre Boulez, es el hecho de que el efecto producido por la música suele ser más importante que los inteligentísimos procedimientos por los que se ha llegado a ella. La textura sonora creada, en “Atmósferas”, "Réquiem" y otras piezas similares, por esas pequeñísimas polifonías instrumentales y vocales, velocísimas, casi simultáneas, pero siempre fuera de fase, e imposibles de distinguir por separado, logra inducir en el oyente atento la especie de hipnosis, la suspensión del tiempo, a la que un servidor se refirió en su único encuentro cara a cara con el maestro, allá por 1996, cuando le dedicó la frase ya mítica “Your music is better than LSD”. Uno entonces era más joven y descarado.

Otra clave de Ligeti era su humor (a no ser que sus piezas las dirija Boulez, claro... Me da que a estas alturas no me admitirán en su club de fans). Desde la primeriza “Musica ricercata”, que comienza con un fragmento donde se toca una única nota en distintas alturas y ritmos, pasando por los valses paródicos del cuarteto “Metamorfosis nocturnas” o las operitas en miniatura “Aventures” y “Nouvelles aventures”, donde los cantantes interaccionan, se pelean, se cortejan y se acuestan entre ellos sin palabras, a base de gritos, risas y demás efectos vocales, y desembocando en la ópera “de verdad” “El gran macabro”, pródiga en voyeurismo, sadomasoquismo, borrachera y sátiras del poder, el mundo de Ligeti carece de la seriedad en plan carapalo que solemos creer inseparable de la composición contemporánea.

Otro aspecto que me gusta del transilvano es su versatilidad, y su gradual evolución hacia una manera de expresarse alejada del enfrentamiento con el público porque sí. Iniciándose como un compositor tonal de raíces populares, como mandaba el realismo socialista (lo cual hace posible, como en el caso de Lutoslawski, o el de la “época azul” de Picasso, constatar que si el artista se pasó a lo “raro” no era por falta de talento para lo convencional), Ligeti encontró la fórmula de la “micropolifonía” ya descrita, pero no explotó el filón durante décadas. Más adelante, experimentó con los ritmos desincronizados, como en el “Segundo cuarteto” o el “Concierto de cámara” para desembocar en una apasionante etapa final donde cabía todo, incluyendo melodías a veces de lo más romanticón (“Concierto para violín”), ragtimes de ciencia ficción siguiendo las experiencias con pianolas de Conlon Nancarrow (“Estudios” o “Concierto para piano”) o un ciclo final de canciones, “Con flautas, tambores y violines” que, entre lo dadaísta, lo étnico y lo melódico, supone un colofón sorprendentemente accesible para una obra que supo llegar a un público sin exigirle diplomas conjuntos de física nuclear y filosofía de Wittgenstein, ese tipo de grotescas racionalizaciones que tan poco tienen que ver con la música pero que parecen en muchos casos obligatorias para hacer colar unas composiciones tan poco novedosas como feúchas.

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