domingo, 30 de noviembre de 2008

Compositores: Béla Bartók


La primera vez que escuché la suite del ballet “El mandarín maravilloso” de Bartók fue de camino al instituto, en el mismo walkman donde solía poner “Quadrophenia” de los Who o mis recopilaciones caseras de Zappa. Contrariamente al tópico según el cual se trataría de una de las piezas más “difíciles” del húngaro, por sus extremas disonancias, irregularidades rítmicas, etc., a mí me enamoró a primera escucha, me pareció al mismo tiempo un viaje psicodélico y una experiencia heavy y oscura, una música hecha para ser escuchada con una camiseta negra puesta.

Más tarde, conocer el argumento que supuestamente ilustraba aquella obra fue otra revelación: era una historia ambientada en un barrio bajo, donde tres rufianes usaban de cebo a una joven prostituta para abalanzarse sobre sus víctimas y despojarles de todo lo que llevaran; el plan parecía no marchar demasiado bien hasta que aparecía por allí un mandarín chino, obviamente millonario, a quien los movimientos y ademanes lascivos de la chavala ponían fuera de sí, hasta tal punto que ni el estrangulamiento, ni el apuñalamiento, ni el ahorcamiento eran capaces de acabar con la vida del buen señor hasta que sus deseos se viesen por fin satisfechos.

Ya sé que muchos finolis odian los programas literarios en la música, pero, caray, sexo, violencia, sordidez, manifestaciones sobrenaturales... Y lo mejor es que la música de Bartók estaba a la altura de tal argumento, convenciéndome de que los expertos en clásica se equivocan cuando se centran tanto en los aspectos técnicos, en la jerga armónica, rítmica o dinámica, y olvidan la gama ilimitada de emociones y fantasía que puede transmitir la orquesta sinfónica.

Por eso a Bartók se le ve como un riguroso, aunque renovador, clasicista, gracias a obras monotemáticas como la “Música para cuerda, percusión y celesta” o sus seis cuartetos, pero se deja un poco al lado su sentido del misterio, de la atmósfera nocturna, de un paisaje mental tan extraño como hermoso y que en el resto de sus obras escénicas (“El príncipe de madera” y “El castillo de Barba Azul”) se aplicó a ambiguos cuentos de hadas freudianos que habrían hecho las delicias de Angela Carter.

Bartók era otro de los dioses de Keith Emerson, como quedó patente allá por 1970 cuando una anciana señora húngara llamó a una emisora de radio estadounidense, expresando su sorpresa al comprobar que “The barbarian”, canción recién radiada de uno de los grupos de moda, había sido compuesta por su marido 59 años antes bajo el título “Allegro barbaro”. Como Bartók no estaba en el dominio público, ELP debieron pagar e incluir el crédito correspondiente.

Ese folklorismo ácido, ese vigor rítmico, esa imaginación sonora, unidos a una gran claridad constructiva y un hálito inquietante que nunca se hace opresivo ni monótono, convertían a Bartók en la gran alternativa a la Segunda Escuela Vienesa y a Stravinsky, aunque su muerte relativamente temprana nos dejó con las ganas de saber por dónde habría tirado el maestro. Su etapa final en Estados Unidos, con sus últimos conciertos instrumentales y el famoso “Concierto para orquesta”, defraudó a los amantes de su sonido radical de los viejos tiempos, que quisieron explicar este presunto aburguesamiento en función de la enfermedad del maestro. Pero ningunear el tercer concierto para piano o el segundo para violín sería arriesgado: aunque las formas parecieran más típicas, ahí estaba todavía esa belleza anticonvencional, esa mezcla de dolor, placer, brutalidad, llaneza, sofisticación, melancolía, humor y alucinación que hace de Bartók uno de los autores más fáciles de reconocer y más difíciles de definir sin haberlo escuchado, un grande a quien uno no se cansa de volver una y mil veces. Será necesario ir volcando sus obras al reproductor de mp3 e irlas escuchando mientras me acerco al trabajo, por si de esa manera soy capaz de recuperar aquel espíritu juvenil que tiendo a dar por perdido.

1 comentario:

Iris dijo...

El movimiento lento del tercer concierto para piano...
Solo por eso se merece ya la gloria nuestro amigo.

Saludos