domingo, 19 de octubre de 2008

Pentagramas sicalípticos


Que a un grande de la música como Maurice Ravel, de cuyas inspiración y transpiración surgieron cumbres como “Gaspard de la nuit”, el “Concierto en sol”, el “Concierto para la mano izquierda”, “Daphnis y Chloe”, “Una barca sobre el océano”, el “Cuarteto”, el “Trío”, “Ma mère l’oye” o los “Valses nobles y sentimentales”, se le haya terminado conociendo sobre todo por un pequeño experimento en torno al timbre y la dinámica orquestales, únicos elementos cambiantes sobre el estatismo inmutable de los mismos ritmo, armonía y melodía, es algo así como si Scorsese pasase a la posteridad por “Kundun” o “La edad de la inocencia”, o como si a Led Zeppelin se les considerase un grupo reggae a raíz de “D’yer mak’er”.

Claro que no basta con tener abierta la herida, sino que es necesario rociarla con sal y vinagre: amén de cierta escena de cierta película de Blake Edwards con Bo Derek, me entero el viernes pasado, leyendo el consultorio sexológico del diario gratuito “20 minutos”, de que Ravel compuso su “Bolero” basándose en el ritmo de su masturbación. La pena es que Pilar Cristóbal no citara sus fuentes, pues la vida privada del bueno de Mauricio ha sido siempre un pequeño enigma, hasta este momento de epifanía en que nos ha sido dado conocer que el compositor consolaba su solitaria soltería machacándosela de manera obsesiva y metronómica, en compás ternario, alternando corcheas y tresillos de semicorcheas, y liberando su esencia reprimida en un estruendoso clímax sonoro.

No sólo eso, sino que de improviso las vías del estudio musicológico se abren sobre un horizonte inabarcable: la sexomusicología ya está aquí. Los paralelismos entre la fecundidad musical de Johann Sebastian Bach y su asiduidad en el lecho que ayudó a concebir veinte vástagos supervivientes. El libertinaje erótico de virtuosos del teclado como Mozart o Liszt y qué rasgos compositivos distinguen su producción de la de vírgenes de por vida como Anton Bruckner o Manuel de Falla. Los signos estilísticos de la homosexualidad en Tchaikovsky, Szymanowski o Samuel Barber. La huella húmeda y ardiente de una mujer fatal como Alma Schindler en las partituras de Gustav Mahler o Alexander von Zemlinsky. Las acrobacias eróticas subyacentes a los ritmos irregulares y entrelazados de la “La consagración de la primavera” de Stravinsky o las múltiples metáforas musicales del orgasmo en la “Sinfonía Turangalila” de Olivier Messiaen.

Todo sea por rescatar la música clásica de las garras de la tercera edad y conectarla con el único tema de interés universal para el género humano, que no conoce de modas ni de fechas de caducidad. Para mí, por ejemplo, la composición contemporánea tiene cierto glamour erótico desde aquella época ya lejana en que no tenía dinero para discos ni existía la mula, y por tanto me sentaba con auriculares en la biblioteca del Reina Sofía para pelearme con las peliagudas creaciones de Stockhausen o Xenakis, hasta que los andares cadenciosos de un tropel de guapetonas estudiantes de arte yendo de un estante a otro me distraían completamente de los sesudos experimentos de la escuela de Darmstadt. Qué tiempos aquellos en los que la vida se abría ante uno, llena de posibilidades, dispuesta a reemplazar el clásico lema “Sexo, drogas y rock’n’roll” por la versión personalizada “Sexo, género fantástico y música clásica”.

Por eso volver a vibrar con una pieza orquestal es dejar que sus vibraciones posean tu cuerpo y tu mente, te trasladen a la única dimensión donde cada nota tiene su propósito y lugar y se te permite desaparecer en un bosque de instrumentos, ritmos y tonalidades cambiantes, un paisaje intemporal lejano de todo lo que te irrita o frustra de esa existencia cotidiana que tan fielmente reflejan a menudo las canciones pop o rock. Habrá quienes preferirán quedarse con la imagen de un tipo francés canoso, con una nariz enorme, eyaculando sobre un folio de papel pautado, pero en fin, a cada uno sus metáforas.

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