viernes, 31 de octubre de 2008

"Best ghost and horror stories" de Bram Stoker


Un libro de relatos breves es un objeto difícil: aunque contiene la puerta de entrada a una multiplicidad de mundos, el esfuerzo que se invierte en penetrar al interior de cada uno de ellos convierte la marcha en trabajosa. En una novela extensa, resulta factible atravesar grandes distancias en un solo día: la exposición es gradual, la panorámica por el paisaje es tan lenta y detallada que se reconocen los lugares importantes a fuerza de encontrárselos una y otra vez, los personajes van imprimiendo sus características a fuerza del trato constante. En cambio, un relato breve es una píldora concentrada: todo detalle tiene sentido, el lector se ve catapultado “in medias res” en mitad de un universo esquivo, y se le pide el esfuerzo imaginativo de completar los elementos ausentes que en una gran novela tradicional se desarrollarían con lentitud prolija. Por si fuera poco, a las veinte o treinta páginas el relato termina y se hace necesario empezar de nuevo todo el proceso para la historia siguiente. En cierto modo, no es raro que los libros de relatos carezcan de popularidad, y que se los busque en vano en las listas de “best-sellers”. Una novela es la tranquilidad de un mundo estable; un libro de cuentos es la amenaza del caos a la vuelta de la esquina.

Si es difícil leer libros de cuentos, la dificultad se reproduce a la hora de reseñarlos. ¿Qué características contribuyen a la calidad de un libro de cuentos? ¿Su variedad y sentido del contraste? ¿Su homogeneidad o cohesión temática entre sí? ¿Su representatividad al dibujar un retrato artístico de su autor? En el caso de la antología de Bram Stoker que nos ocupa, tal vez la última opción sea la adecuada.

El caso de Bram Stoker es singular: siendo apenas un literato ocasional en los ratos libres que le dejaba la intendencia de la compañía teatral de Henry Irving, los dioses le eligieron para firmar uno de los libros más leídos y recordados de todos los tiempos, cuya huella en otras artes, como el cine, ha sido tanto o más profunda. No obstante, ninguna del resto de obras de Stoker ha alcanzado ni de lejos el impacto de las andanzas del conde Drácula. Tal vez la lectura de una selección de sus cuentos nos aporte alguna pista al respecto.

Stoker, recién leído el libro, nos aparece como un escritor desigual. Desde sus inicios en una vena semi-simbolista, aficionada al abuso de las mayúsculas para evitar entrar en plasmaciones mas completas de sus ideas (el Valle de las Sombras o la Música de las Esferas en “El Castillo del Rey”, su versión disfrazada del mito de Orfeo y Eurídice, o el algo irrisorio y nunca descrito Fantasma del Demonio que amenaza a la amada del protagonista en “La Cadena del Destino”), así como el melodramatismo sentimental que ocupa gran parte de estos relatos (en “La Cadena” son mucho más importantes los tormentos amorosos del narrador que la maldición que pesa sobre su prometida) o sus frecuentes tropiezos estilísticos, hubiese resultado difícil imaginar que “Bram Stoker” sería un día casi sinónimo de “historia de terror”.

Sin embargo, algo debió cambiar, a juzgar por la trilogía de cuentos que han sido reeditados en antologías casi con tanta frecuencia como la novela sobre el chupasangres rumano. "El entierro de las ratas”, aunque lejano de lo sobrenatural, fascina con su retrato de un laberíntico vertedero parisino donde antiguos veteranos de Napoleón viven como salvajes y donde las voraces ratas pelan un cadáver humano en pocos minutos; la caza al hombre de la que el narrador es objeto es trepidante y angustiosa, casi cinematográfica, si bien las frecuentes alusiones del protagonista a su necesidad de sobrevivir para no arruinar la vida de su novia revelan una vanidad y presunción poco comunes... “La mujer india”, si se perdona la descripción del personaje estadounidense como una especie de paleto pintoresco, retoma al felino vengativo de Poe, así como, pero esto lo añado yo desde mi óptica y no la de Stoker, plantea una revancha de la tenebrosa Europa medieval, con sus mazmorras y cámaras de tortura, contra la vulgaridad del turismo que trivializa sus santuarios. Todos querrían sentarse dentro de la Virgen de Nuremberg, pero nadie desea sentir su abrazo. “La casa del juez”, quizá sea una de las más grandes historias de fantasmas jamás escritas: su manera gradual de establecer la atmósfera, la sencillez de los elementos que configuran la escena (la cuerda, el cuadro, el sonido de las ratas dentro de la pared, el sillón, la lámpara, la Biblia arrojada contra los molestos roedores) y la efectividad, aun hoy, de los golpes de efecto, así como la irrealidad insuperable del clímax fantasmal, casi anunciarían a un nuevo maestro del cuento sobrenatural, de no ser por lo convencional de otros de sus textos más centrados en crímenes pasionales, celos y remordimiento.

No faltan otros cuentos curiosos: “Crooken Sands”, por ejemplo, evoluciona desde una viñeta chusca sobre un inglés empeñado en visitar Escocia llevando puesto a todas horas un traje típico de “highlander”, ante la rechifla general, hacia un estimable y ambiguo relato sobre la figura del doble, encontrado de noche al borde de unas arenas movedizas, sólo estropeado por una inoportuna y estúpida racionalización final. Lamento decir que este temor a dejar al lector en la incertidumbre es más bien típico de Stoker, y que su mejor terror es más realista que fantástico.

Otra excepción, quizá la más extraña de todas, es “Los dualistas”, casi más propia de un gamberro anárquico de las letras continentales, al estilo Alfred Jarry o Boris Vian, que de un fabulador victoriano. Las travesuras de dos niños de buena familia, obsesionados con hacer chocar uno contra el otro objetos parecidos o iguales para ver cuál de los dos sufrirá más daño bajo el impacto, y que encuentran su Grial en una pareja de gemelos de tres años, están contadas con demasiada retranca para tomar en serio su desenlace sorprendentemente “gore”, y la ironía que convierte en caballeros del Imperio a los dos pequeños maleantes, mientras que sus víctimas mortales son sin duda judíos, añade un nivel nuevo de interpretación a esta otra muestra de un Bram Stoker que nunca fue.

El resto de los relatos, salvando “El invitado de Drácula”, capítulo “perdido” de la inmortal novela, que leído conociéndola termina en una nota única de ironía inquietante, es menos distinguido, aunque no carente de vigor narrativo, juicio que otros suelen extender a las otras novelas de Stoker, raras veces reeditadas (si bien yo no veo la hora de hacerme con “La madriguera del Gusano Blanco”, al parecer un hervidero de argumentos patológicos sobre lo abominable de la mujer y sus “agujeros infernales”). Es posible que el olvido en que reposa casi toda la obra del autor irlandés posea su pizca de justificación, pero su fortuna fue saber catalizar todas sus mejores energías en un gran proyecto: los mejores momentos de este libro de relatos pueden encontrarse casi todos combinados y vueltos a imaginar en la legendaria novela sobre el vampiro. Stoker encontró lo que muchos aún buscamos: esa epifanía al margen de la existencia en la que todas las piezas, por una vez, encajan y cobran sentido.

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