sábado, 26 de julio de 2008

Sosito pero picarón


Cada vez que se definen los méritos de una película mediante la fórmula “tiene buena fotografía” se da por supuesto que se trata de una manera sardónica de insinuar sus insuficientes, o nulas, cualidades literarias, narrativas o interpretativas. Y es una simple muestra entre tantas del desprecio que suele recaer en los aspectos puramente estéticos del cine, perpetuación del pernicioso dualismo entre forma y fondo (aunque incurro en tautología: todos los dualismos son perniciosos). En los países anglosajones es común definir las películas visualmente impactantes como “eye candy”, caramelo para los ojos, dando por supuesto que si se dedica tanto esfuerzo al elemento visual, sigue por lógica que la razón será disimular un déficit de ideas. Porque los caramelos tienen buen sabor pero no alimentan.

No voy a entrar en un tema que requeriría un mayor desarrollo, y que incluiría una equiparación de las técnicas de escritura e interpretación (consideradas “fondo”, es decir, lo auténtico) con las de realización, montaje y fotografía (consideradas “forma”, léase engaño), pero lo cierto es que, si refiriéndose a “Barry Lyndon”, todo el mundo habla de las escenas a la luz de las velas, rodadas con aquellas lentes especiales de Zeiss para la NASA, y casi nadie se detiene en la historia y los personajes, es porque la película ha pasado a la historia como un capricho estético, una proeza técnica más apreciada por la gente del oficio que por el público deseoso de una narrativa directa y sin pretensiones.

“Barry Lyndon” ha pasado un tanto desapercibida en la filmografía de su director, quizá por situarse entre dos hitos sensacionales como “La naranja mecánica” y “El resplandor”, quizá por la enésima reinvención del lenguaje fílmico que dejaba atrás mucho de lo que hizo popular a Kubrick, quizá por defraudar las expectativas de otro “Tom Jones”, quizá por distanciarse conscientemente, tras los problemas personales que acarreó la polémica en torno a la película anterior, de un estilo provocativo y sensalionalista.

Si uno se fija atentamente, las similitudes entre la “Naranja” y “Barry” no son inexistentes, Ambas se situarían en una tradición picaresca, narrando las tribulaciones de un personaje más o menos al margen de la sociedad que busca integrarse en su tejido, con una destacada presencia de la voz en off comentando lo sucedido, y con un fuerte carácter moralizante. A partir de ahí, no vemos más que contrastes: Alex es carismático, Barry es astuto pero inexpresivo (sea por las limitaciones interpretativas de Ryan O’Neal, sea para que sus argucias no resulten obvias a sus víctimas, sea para que el carisma del personaje no eclipse otros aspectos que Kubrick veía más importantes). Alex es un delincuente, Barry es un arribista. La voz de Alex es subjetiva, autocompasiva, manipuladora, la voz del destino tal como la enuncia Michael Hordern resulta implacable, llena de ironía soterrada. La moraleja de la historia de Alex es que el hombre no es hombre sin su libre albedrío, aunque éste haga de él una bestia, mientras que en el caso de Barry aprendemos que ese libre albedrío no puede hacer nada contra un destino adverso que acaba por desbaratar todas las aspiraciones humanas.

La serenidad del estilo de “Barry Lyndon” ha propiciado su gradual aceptación por los detractores de la faceta innovadora de Kubrick. El abandono de los angulares, los montajes sincopados, los trucos fotográficos, la dirección artística chocante, incluso de las interpretaciones desbocadas, sin miedo al mal gusto, de su controvertida predecesora, parecen aspirar a un ideal apolíneo, a un concepto equilibrado y armonioso del siglo XVIII como cumbre estética de la civilización occidental. Esta mirada al pasado, haciendo zoom hacia atrás a partir de detalles como haríamos con obras maestras de la pintura, recreándose en una sucesión sin final de encuadres exquisitos, en las antípodas de la vulgaridad deliberada de la mirada precedente al futuro, parece comunicar cierta nostalgia de la dignidad perdida, una idealización de aquella época como edén.

De ahí tal vez que se deseche el humor, concebido por Kubrick como vitriolo arrojadizo. Si bien la novela de Thackeray “La suerte de Barry Lyndon” (considerada una pieza menor de su autor, pese a que de jovencillo me divirtió de lo lindo y en cambio he iniciado dos veces, sin acabarla, “La feria de las vanidades”) rebosaba de gags e ironía, Kubrick prefiere disimular este humor, mantenerlo bajo la superficie, y en general se guarda de enfatizar cualquier elemento emotivo de la historia, salvo en momentos puntuales. O’Neal está bressoniano, enigmático, Berenson no expresa el amor frustrado que supuestamente la erosiona por dentro. La belleza de la época, tan aséptica como la de las astronaves de “2001” parece cobrarse un tributo en comedimiento y represión.

Tan sólo el personaje de lord Bullingdon, hijastro de Barry que será el detonante de su perdición final, parece rebelarse contra un orden injusto. Emparentado con Alex debido a su carácter más extrovertido, rebelde, víctima de la violencia del maltrato paterno, sólo su presencia rompe la armonía clásica del relato, precipita en el fracaso, como ya lo hizo el ordenador HAL, los planes mejor concebidos del hombre. Bullingdon reta a Barry, que ya lo ha perdido casi todo, apelando a ese sentido del honor que mantiene en pie todo aquel mundo de fábula, pero que no es sino una mentira, otra manera de llamar al miedo: tal vez lo supo el padre de Barry, a quien vemos morir en duelo en plano general; desde luego lo supo el capitán Quin (Leonard Rossiter, inolvidable en la serie “Esto se hunde”), y tanto Barry como Bullingdon lo aprenden en el que quizá sea el duelo a pistola más memorable de la historia del cine (con permiso de Sergio Leone).

Modelo para todo un subgénero de películas de época del cine británico, para productoras como la Merchant Ivory o la Goldcrest (que financió “Los duelistas”, debut de Ridley Scott), “Barry Lyndon” surge sin embargo, como “2001”, de la necesidad de adaptar el lenguaje al asunto narrado, haciendo caso omiso de los precedentes. El interrogante de qué tipo de películas habrían rodado los ingleses del XVIII evita las nociones del siglo XX que a menudo deslucen las ficciones históricas. La guerra no es una desgarradora carnicería a escala industrial, como en “Senderos de gloria”, sino un ballet armonioso, ordenado. Incluso los combates de boxeo poseen una cualidad más estética, más caballeresca, que en el enfentamiento frenético y futil sobre el ring de “El beso del asesino”. Pero la curva de los acontecimientos, la perversa ironía cósmica que llevó a Alex de nuevo hacia el chalet con el rótulo “Home”, es igual de fácil de reconocer en “Barry Lyndon”, que hace de su preciosista plástica el tributo duradero al ingenio fracasado, a las aspiraciones vanas, de todos aquellos personajes que, como reza el rótulo final, “son todos iguales ahora”.

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