lunes, 28 de abril de 2008

La mano feliz


De todos los grandes compositores clásicos, uno de los que siguen suscitando más resquemores y menosprecios, incluso más de cien años tras su muerte, es el bueno de Franz Liszt (o Ferenc, como ahora insisten en llamarlo los aficionados a hablar de Girona y A Coruña pero no de London o München). La razón esgrimida suele ser que su música es un mero fuego artificial de proezas técnicas, difícil de ejecutar pero sin verdadera alma.

Pero la verdadera razón no es otra que la envidia. Liszt, como virtuoso romántico, fue, al igual que Paganini, una de las primeras estrellas del rock, el arquetipo del músico atractivo, con cierta aureola siniestra, que a fuerza de carisma y sentido del espectáculo enfervorizaba a su público y en especial al femenino, que lo esperaba a las puertas del camerino inaugurando la larga e ilustre tradición de las groupies.

Cuánto se envidia y qué poco se perdona a los virtuosos. No se cae en la cuenta de lo solitarias y deprimentes que fueron su niñez y su adolescencia, encerrados practicando escalas y ritmos mientras los demás chicos y chicas de su edad jugaban, se emborrachaban y exploraban sus cuerpos con tierna ignorancia. Qué poco se aprecia esa neurótica búsqueda de la perfección que tan feas secuelas suele dejar en un espíritu joven y maleable.

¿Por qué molesta tanto que los Liszt, los Paganini, o los Steve Vai, toquen piezas imposibles para el común de los mortales? ¿Por qué nadie le tiene manía a Leo Messi por marcar goles espectaculares, y en cambio demostrar que tocas muy bien te vale odios instantáneos? ¿Por qué tantas personas llaman a Vai mal compositor, como si tuvieran la más puñetera idea de lo que es una buena composición?

Es lo que le pasa a Liszt: se dice que sus composiciones son malas, que son una mera transcripción, facilona y rimbombante, de su técnica exhibicionista al piano. Yo no sé qué decir: las piezas "espectaculares" poseen un valor de entretenimiento innegable, amén de que casos como el de la "Sonata en Si menor", con su fascinante construcción y desarrollo, el emocionante juego lírico que sabe sacar de un solo tema durante media hora que se hace corta, o ese "Sermón de san Francisco a los peces", que anticipa mucho de lo que después vino a llamarse impresionismo, niegan la envidia con que muchos listos siguen castigando al músico húngaro.

Envidia por lo feliz que fue esa mano cuyo molde en escayola podéis admirar sobre estas líneas: feliz por navegar la estratosfera de la ejecución trascendental, por comenzar a disolver la armonía, el ritmo y todo lo que se consideraba razonable o posible sobre el teclado, y feliz por acariciar la más recóndita anatomía de multitud de damitas distinguidas que suspiraban, no por los ricitos bailarines de Bisbal, sino por la apostura diabólica y byroniana de un brujo del teclado. Eran otros tiempos y las mujeres demostraban un mejor gusto en hombres.

3 comentarios:

Iris dijo...

Es cierto que tiene piezas un poco "rimbombantes" (las rapsodias húngaras y esas cosas) pero estoy de acuerdo en la genialidad de sus armonías; cuando pone la dificultad técnica al servicio del colorido tímbrico del piano (pienso en Au bord d´un source, o Valle d´Obermann, de "Años de peregrinaje")abrió un camino que luego siguió Debussy (a él nadie le critica por las dificultades de Images ¿eh?)
Y qué decir de su idea de acorde en la Góndola lúgubre, pura exploración contemporánea, sugerente, maravillosa.

Bueno, resumiendo, que me sumo a tu reivindicación lisztiana.

Saludos en si menor

Abuelo Igor dijo...

Pero ¿"La lúgubre góndola I" o "II"?

Iris dijo...

Me refería a la 1. La dos la tengo menos frecuentada.