domingo, 3 de febrero de 2008

Flashback: Fantasía cromática


Cada mañana, un ronco rumor subterráneo sacude la habitación de Tristán, interrumpiendo bruscamente sus sueños, que jamás recuerda, sobre su internamiento en el hospital “Madre Santísima”, recuerdo asimismo borrado, quizá por exceso de inyecciones tranquilizantes.

Antes de abrir sus ojos estrábicos, Tristán se alarga en toda su corta estatura sobre el lecho y bosteza con voz de barítono perezoso, intentando de este modo cubrir el molesto sonido producido por las paredes al respirar. Cantando ahora melodías frívolas de cabaret, Tristán se enfunda en sus ropas de faena, recoge de un rincón su maletín, su caballete y un lienzo y atraviesa con destreza el suelo blando, cálido y resbaladizo hacia el acceso al exterior, donde el Supervisor General lo estará ya esperando.

Tristán vio por primera vez al Supervisor General mirando a través de un vaso de absenta, en uno de aquellos locales llenos de humo y colorido donde siempre era invitado por parroquianos ávidos de ver cómo un ser para ellos inferior persistía en deshonrarse a sí mismo. En cambio, el Supervisor, o la Supervisora, pues su aspecto induce a mil dudas, mostró desde el inicio un interés especial en Tristán. Poniendo sobre la mesa, frente a él, un puñado de monedas de oro acuñadas en la antigua Roma, había susurrado con una voz que parecía venir desde una gran distancia: “Tu pincel está tan loco como tú, y eso es lo que mi superior necesita. Tienes un trabajo, aunque deberás viajar muy lejos”.

Junto a la puerta de hueso, el Supervisor aguarda en su mejor hábito dieciochesco, sonriendo afiladamente, chispas de fragua en la mirada. Con altivez socarrona, Tristán recibe su encargo del día: la zona Delta, allí donde los lamentos hacen bullir el aire. Parte del trayecto hasta el lugar señalado deberá ser recorrida por Tristán en un vehículo especial, debido a una rebelión local causada por pequeñas criaturas del sector minero. Como despedida y salvoconducto, el Supervisor fija en la nuca de Tristán, mediante una ventosa, a K, el parásito sagrado cuyas capacidades de comunicación mental permitirán además que el artista se sienta un poco menos solo ahí fuera.

La puerta se abre y revela primero un cielo furioso surcado por mil torbellinos magenta, cobre y cobalto, un aire que de vez en cuando cambia de opinión sobre el tono en que debe refractar el espectro luminoso de los dos soles y las tres lunas, palpitante con seres de toda descripción cuya existencia rapaz incomoda sobremanera a los sufridos habitantes de un terreno que precisamente ahora comienza una de sus mutaciones periódicas.

Tristán mira a su alrededor sin encontrar nada de extraño o diferente a todo cuanto le tiene ya acostumbrado desde que, de pequeño, las ondinas le hicieran señas desde el fondo del estanque familiar para que se reuniera allí con su hermana menor, tristemente desaparecida. No le sorprende ver al hueso usurpar el lugar de la carne, ni a las deformidades del espíritu acumularse impúdicas sobre la piel, ni siquiera a los campos sacudir de su espalda montañosa, como pulgas, a los habitantes que intentan sacar sustento de ellos, o a las ciudades sumergirse bajo un suelo esponjoso, mientras los inquilinos intentan, con frenesí impotente, la evasión de sus faraónicas moradas.

Durante años estas visiones han rondado la mente de Tristán, impidiéndole consagrar su tiempo a otra cosa, obligándole a plasmarlas en lienzos malditos que no provocaban sino una elegante indiferencia teñida de ironía hacia el bizco y ridículo aspirante a artista, capaz, según propias afirmaciones, de ver “más allá”, especialmente en momentos de extrema intoxicación sensorial. Por fortuna, alguien terminó creyendo en su talento.

El camino serpenteante entre cabañas quemadas pone a Tristán frente a frente con miembros del Cuerpo de Higiene, llamados de ese modo seguramente en un arrebato de humor del Monarca, pues su manera de disponer de los desechos de cada Remodelación es cualquier cosa menos higiénica. Tristán observa su musculatura titánica, sus garras y colmillos de diamante, sus facciones felinas, así como el método despiadado que emplean para terminar con la existencia de una joven hembra y su progenie, pertenecientes a la última especie que debe extinguirse por decreto. Tristán recuerda confusamente haber tenido una mujer y una hija en algún sitio, pero los detalles lo eluden, y de todos modos estos muchachos tan sólo desempeñan su trabajo. Aunque la faena sea desagradable, Tristán sabe que, en el fondo, se trata de buenos chicos.

K interviene con la voz chirriante en la cual le gusta hacerse oír: “Basta de distracciones, Tristán. Hoy al Monarca le apetece que le lleves Sufrimiento, un rectángulo de agonía en colorines para colgarlo entre el Éxtasis y la Extrañeza, junto a la galería de espejos”. A Tristán le gustaría visitar la residencia de su patrón, en lugar de ser recibido en el pabellón de caza. “Sabes que eso es por completo imposible. Un mero humano no puede traspasar su umbral sin perder su naturaleza y transformarse en algo diferente, circunstancia que debemos evitar a toda costa, pues sólo un humano puede crear un retrato del Sufrimiento como el que Su Majestad necesita”.

Tristán trata de responder pensando de una forma ordenada y coherente, tarea harto peliaguda tratándose de él: “Pero hoy no me apetece pintar Sufrimiento, tienes que saberlo. He tenido unos recuerdos muy raros, ahí atrás, cruzándome con los chicos de Higiene, y me han entrado ganas de experimentar con otras cosas, otros sentimientos que conocí siquiera a medias, algo que ver con sujetarme a alguien en la noche, entre sábanas retorcidas, tropezar con todos los muebles del ático para atender una llamada rabiosa, mirar la luna llena en la azotea mientras desde mis brazos otros ojos, muy grandes para una cara tan pequeña, tan claros y limpios que casi me dan miedo, me miran a mí con aire de saberlo todo, y abajo la otra persona sigue durmiendo”.

“Humano tenías que ser”, responde K, “como si ellas fueran a recibirte con los brazos abiertos después de todo cuanto hiciste, además de que ya murieron las dos, hace siglos. Pero no esfuerces tu limitado entendimiento en comprender lo que te he dicho, y prepárate para abordar el transporte”. Porque abordar el transporte es una tarea que requiere, afortunadamente para Tristán en este instante confuso, la concentración y el dominio de sí más extremos, pues de ningún otro modo es posible enfrentarse al hecho ineludible de que es un ser de catadura hostil el que, a regañadientes, abre su boca inmensa para alojar pasajeros en los rincones disponibles. A la luz, oscilante durante el despegue, de las lámparas colgadas de la bóveda del paladar, Tristán advierte la presencia de varios Funcionarios del Dolor, irreconocibles en traje y corbata grises, tratando de aligerar el largo trayecto leyendo novelas románticas o contándose chistes de lo más patético.

Tristán suele adorar el color rojo, aunque, en ocasiones como la presente, le empacha encontrarlo por todas partes, en el suelo que pisa, en el cielo, reflejado desde cada superficie, sin contraste ni alternativa. Sabedor de que el pintor es casi incapaz de retener información en su cerebro, K vuelve a apostillar: “Es el efecto psicológico, lo que nuestros huéspedes desean. Aunque nos hayan colgado esta reputación absurda de colonia penal, la verdad es muy otra; son ellos quienes nos buscan a través de la Infinidad y nos suplican que les dispensemos tratamiento especial. Con ese fin exclusivo se creó la Zona Delta, tan sólo una de nuestras ciento siete divisiones territoriales. Pero ya se sabe: la necedad de unos pocos nos da un mal nombre a todos”.

Los cuerpos, en diversos grados de desnudez, se retuercen y convulsionan entre las manos, pezuñas o tentáculos expertos de los Funcionarios, los cuales ostentan ahora el aspecto de pesadilla que les valió su contrato. Cada unidad de tratamiento, además de sus herramientas curvas y afiladas, sus látigos y estacas, sus potros de torsión, sus embudos, sus generadores eléctricos, hierros al rojo y similares, cuenta con un equipo médico especializado en Reanimación de Prisioneros Recalcitrantes, disciplina creada y desarrollada en el seno de ciertos regímenes latinoamericanos del siglo XX. “Casi todos buscan el dolor físico y lo encuentran, pese a que esa carne que nuestros colegas maltratan es una imitación crecida en laboratorio, comparativamente insensible. Sólo unos pocos desean alternativas de mayor refinamiento, como caminar por la desolación con sí mismos de hermanos siameses, reprochándose sin tregua todos sus errores, o vivir su misma miserable vida una vez y otra, siendo conscientes de cada repetición y de la inutilidad de intento alguno por cambiarla. Pero son tan sólo unos pocos, de ahí que, por lo general, nuestros Funcionarios muestren semejante aburrimiento, aunque, claro está, es el cliente quien manda”.

Tristán debe comenzar su trabajo. Ha colocado el lienzo en posición sobre el caballete y elevado en el aire su lápiz, dispuesto, como es su técnica, a extraer del ambiente sus motivos. Pero, de nuevo, las ideas que él filtra a través de su retina excitada difieren en todo de las radiaciones visibles objetivas que la impresionaron. Donde Tristán debería ver las muecas desgarradas del tormento, él interpreta la evocación amarga de unos placeres antaño dulces, vueltos a vivir aunque sea transformados en sus contrarios. La indefensión trágica de las víctimas no es sino la entrega sin condiciones a aquellos que un día fueron sustancia con uno mismo pero en la ausencia se hicieron los verdugos de cada minuto, de cada segundo. Los célebres “lamentos que hacen bullir el aire” no hacen sino llamar a quienes ya no interrumpirán su sueño para socorrernos. Es preferible, dicen sin palabras ellos y ellas, los autocondenados, tolerar los cuidados atroces de monstruosidades despiadadas, a afrontar el abismo sin fondo de un universo indiferente, de cuyo diseño estamos excluidos.

“Menuda pandilla de estúpidos”, masculla K desde profundidades de desprecio, fuera de la atención de Tristán, absorto en su tarea, “hacernos dilapidar nuestro exiguo presupuesto para hacer realidad sus fantasías masoquistas, cuando lo necesitamos para desarrollar de una vez la fusión transnuclear, que sería la panacea para todos nuestros problemas, problemas de verdad, no como todos estos... “, la voz sin voz se tiñe de repugnancia, “...sentimientos”, concluye con esfuerzo. Tristán no reacciona, pinta muy deprisa, haciendo caso omiso del volumen, la perspectiva o las proporciones, mezclando desquiciadamente tonos en la paleta a la tenue luz del perpetuo crepúsculo nunca terminado de extinguir por el humo de las hogueras. En el cuadro no hay ni una pincelada de rojo.

“¿Qué es esto?”, pregunta el Monarca airado, arruinando la serenidad de la música de Tchaikovsky que amueblaba el pabellón de caza. “¿Cómo se llama? ¡Esto no es Sufrimiento! ¡Ni siquiera es la Zona Delta!” Otras criaturas, de orden servil, se hubieran puesto ya a correr aterrorizadas, prestas a despeñarse por el barranco más próximo, no obstante Tristán se limita a adoptar un tono paciente, amable y explicativo. “Es una ciudad”, dice, “yo viví allí, con ellas dos”, señala, “bien es verdad que sin toda esta fauna fantástica, ni toda esta flora llena a rebosar de alimentos naturales que hacían innecesario trabajar, y todo eso, pero bueno, así es como la veía yo, las plantas surgiendo de los muros agrietados y el asfalto, paralizando los tranvías, la gente celebrando desnuda en las calles, hasta que pasó aquello, no me acuerdo, y entonces mi familia vino a por mí...”

“¡Calla!”, vuelve a tronar Su Majestad, haciendo temblar el suelo. “Esto es banal, cursi y tópico, indigno de tu talento. No me interesan los paraísos, ni los frutos, ni las flores, ni la alegría absurda de los animales satisfechos. Prefiero lo extraño, lo oculto, lo atormentado, lo retorcido, todo aquello que has hecho tan bien durante todo este tiempo. ¿Qué ha pasado? ¿Acaso te has cansado de retratar mis territorios cambiantes, fascinantes e imprevisibles, el sueño de cualquier artista que se precie a sí mismo?”

“No lo sé”, replica Tristán, “tal vez... quizá me apetezca volver”.

El Monarca ríe, sobrio, distante, sin teatralidad. “¿Volver? ¿A dónde? ¿Quieres ver el lugar de donde viniste, tal como se encuentra ahora?” Su mano hace un ademán hacia el único muro de la estancia desprovisto de colgaduras y accesorios, con el efecto inmediato de sobreimpresionar sobre él una imagen vibrante e imprecisa, aunque legible. Un desierto, sembrado de ruinas, surcado por nubes de polvo gris, habitado por razas mutantes todo perfil e invisibles de frente, arrastrándose por el suelo, disputando a las ratas los frutos pequeños y desvaídos de cactos enormes, mientras, esbozada sobre el cielo encapotado, la silueta triangular de una en otros tiempos mítica torre sirve apenas de nido a pájaros carroñeros cuyo vivo plumaje es la única nota de color en este mundo.

“¿Qué te parece? ¿Preferirías esto a mi divino reino de lo irracional, construido con tanto esfuerzo? No, ¿verdad?”, declama triunfante el Monarca, aprovechando la estupefacción del otro. “¿Creías que habían transcurrido sólo unos pocos días desde entonces? Aquí el tiempo marcha como yo quiero”. Y, con otro ademán, los relojes comienzan a andar hacia atrás.

Tristán insiste: “Pero... ¿y ellas? ¿Qué fue de ellas?”

“Concédeme el privilegio de hacerte un favor callándomelo. Pese a que mi credo artístico incluye irremediablemente la infelicidad del artista, pues de otro modo jamás produciría obras destacables, la verdad descarnada produciría un efecto tan perjudicial sobre tu ánimo que dañaría tu talento más allá de toda esperanza. Eso sí, puedo ofrecerte la gracia suprema: el dulce beso del olvido y el retorno a tu caos mental primigenio, si crees que no puedes vivir bajo el peso de mis revelaciones”.

Tristán acepta por la tricentésimo septuagésimo quinta vez. En efecto, piensa Su Majestad mientras un sicario manipula, con sofisticados ingenios de tubos, agujas y luces, la mente del artista, la verdad hubiese sido demasiado, pues ellas vivieron mucho mejor sin él, no debiendo temer sus repentinos cambios de humor ni sus excentricidades, con mucha mayor comodidad y menor sordidez. Aunque quién sabe si un humano, incomprensible como sólo ellos lo saben ser, podría hallar consuelo en el hecho de no ser, él tampoco, imprescindible. Terminada la reflexión, el Monarca echa al fuego el último cuadro de su protegido y reemprende su recreación musical, casi ajeno a cómo aquél es escoltado fuera de la sala.

En los pasillos, vuelve el delirio, la acumulación de imágenes, los fantasmas de la inquietud pintados levemente sobre el aire, esperando que se les otorgue una presencia real en dos dimensiones. Una idea estupenda: un país, o mejor un mundo, aunque a ver de dónde se saca una tela tan grande, devastado por el apareamiento urgente y frenético de dos gigantes. Seguro que al patrón le gusta la idea, pues, no cabe duda, algo similar habrá sucedido en algún rincón de sus tan vastos dominios.

Pero ya es muy tarde para trabajar. Otra característica humana: la necesidad de descanso. Tristán es conducido a su aposento, donde aparca sus trastos de faena, se coloca la camisa floreada que utiliza para dormir, y se arrellana sobre el lecho. Esta noche las paredes respiran un poco fuerte, y por un momento Tristán cree hallarse en una inmensa habitación blanca ocupada por una multitud yacente en otros tantos lechos almidonados, pero la ilusión se disipa pronto y finalmente el sueño llega.

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