domingo, 13 de enero de 2008

No es deshonra para ti


Todo empezó hace ya unos cuantos años, cuando vi en los cines Ideal el trailer de “Buffalo ‘66”. La utilización de “Heart of the sunrise” de Yes, tanto el poderoso riff inicial yuxtapuesto a un montaje efectista como la lánguida y romanticona parte cantada como fondo para los arrumacos de Vincent Gallo y la entonces muy regordeta Christina Ricci, motivó por sí misma que fuéramos a ver aquella peli, tan simpática en primer visionado y que tras revisar se queda casi en nada.

Pero la función fundamental de esa película en el orden del universo fue abrir puertas en mí mismo, persuadirme para que aceptara por fin una verdad que llevaba años aherrojada bajo capas de represión: que me gustaba el rock sinfónico.

Siguiendo la corriente al pensamiento único que llevaba imperando unos 25 años, había dejado de lado aquellos grupos que supusieron mi iniciación en la música: King Crimson, Yes, Genesis, Emerson Lake & Palmer, Camel. Eran residuos de una generación anterior, la de mis hermanos mayores, en la que aún se llevaban una cierta solemnidad retórica, un utopismo frisando lo hippie, un gusto por la complicación y el recargamiento, que tanto avergonzarían a los cachorros de los sórdidos finales de los 70 y principios de los 80.

Pero a mí me fascinaban aquellos discos. La inocencia baladística de algunos momentos, unida a lo duro y chirriante de otros, a su grandiosidad casi tontorrona, su falta de la mala leche que bullía sin límites en lo poco que conocía del mundo exterior, sus piruetas instrumentales que yo seguía con el mismo espíritu lúdico que los regateos virtuosos de un delantero brasileño zafándose de toda la defensa contraria, formaron mis gustos musicales, fueron aquilatando mi sentido de la estética. Más tarde llegarían otras cosas, pero la base ya estaba ahí.

Eso sí, de mayor me enteré de que aquellos discos que me hicieron soñar con las posibilidades del arte y de la vida eran aparentemente lo peor que se había hecho nunca en el ámbito del rock. Insoportables desarrollos instrumentales, solos interminables para lucirse, letras rimbombantes y ridículas, ínfulas artísticas fuera de lugar en un estilo que sólo vale para captar la rabia juvenil de la clase trabajadora más tirada. Todo resumido en las dos palabras comodín que los guardianes de la pureza siguen aplicando a toda forma de cultura popular que no comprenden: “aburrido” y “pretencioso”.

De poco sirve, ahora que el daño está hecho, saber que las actitudes negativas hacia el rock sinfónico son una simple consecuencia de un fenómeno 100% británico: el clasismo recalcitrante y el resentimiento de las capas menos favorecidas. Cuando los chicos más pudientes, que habían podido recibir clases en el conservatorio, empezaron a agarrar instrumentos eléctricos y a componer canciones complejas de 20 minutos que trataban sobre mitología griega o leyendas seudomedievales, aquello no podía ser sino una manera de restregar su superioridad innata en la cara sucia de los pobres. Fuese buena o mala su música, había que odiarlos.

No hay prejuicio en contra de los grupos progresivos que no se pueda rastrear a la mala baba de los gacetilleros de Fleet Street, al transplante de maldades demagógicas a terrenos extranjeros donde no existe, o no es tan importante en la vida cotidiana, ese rencor invencible contra los que se consideran privilegiados. Llevándolo un poco más lejos, supone un síntoma particular de una enfermedad más grande: el rechazo a la cultura, entendida como un campo de juego de los poderosos, una manera de distinguirse de la plebe. No tienes más que mentar la música clásica entre personas enrolladas y el mohín es unánime. En cierta manera, el rock sinfónico se vio como un intento por parte de las élites de apropiarse de la música pop, de robarle su sucia simplicidad, su espontaneidad de eructo barriobajero.

Todo lo cual peca de exagerado. Siempre he pensado que lo simple y lo complejo han de coexistir, que sin pretensiones vanas e imposibles de cumplir la vida en este planeta carecería de sentido. Desterrar de la música popular los sonidos elaborados, los desarrollos, la técnica instrumental, las ganas de hacer literatura, por muy ingenuo e insuficiente que pudiese haber sido todo esto en el auge del sinfonismo rockero, ha contribuido lo suyo a que desemboquemos en esta época cuyas grandes figuras son los Bisbal, las Britney Spears o los grupos revelación cuyo momento de gloria responde como un reloj a la profecía de Andy Warhol.

A la industria no le convenía que el público se educara musicalmente, que usara a los King Crimson y compañía para desarrollar una sensibilidad que acabaría por dejar atrás a la mayoría de los productos estrella, concebidos para ser fáciles de escuchar, de desechar y de reemplazar por otros. Existía el peligro de ver el rock convertido en una caterva de vanguardistas seudo-intelectuales incapaces de explotar las frustraciones adolescentes. Además, por otro lado, los espectáculos a lo Pink Floyd se estaban volviendo demasiado caros para una época de crisis energética. Había que cerrar el grifo, volver a una estética cutre, disfrazarla de una rebeldía revanchista, vender una ética de la violencia y la autodestrucción que pusiese fuera de juego a los elementos incómodos. Así fue como nació el punk.

Pero yo guardo aún mucho cariño por los sinfónicos: me enternece su idealismo artístico, me sorprende que la maquinaria comercial de la música tuviese lugar para Keith Emerson tocando un órgano de iglesia él solito durante cinco minutos, para Robert Fripp jugando con cintas magnetofónicas a lo Stockhausen, para los dos Steve, Hackett y Howe, desgranando romanzas de aroma clásico en sus acústicas. Así supe que existía el jazz, que existía la orquesta sinfónica, que un pasaje instrumental o un buen solo pueden decir mucho más que los ripios del señor Sabina.

Ahora que el público finolis y gafapasta encumbra como icono de la vanguardia popera a más de un farsante que musicalmente no sabe hacer la O con un canuto, y que la industria del rock se encamina a su autodestrucción, déjenme reivindicar lo barroco y decadente, como hicieron los romanos con los bárbaros a las puertas.

Ahora que me voy acercando a los cuarenta, y no precisamente los principales, déjenme sentirme joven con las armonías a tres voces de Anderson, Squire y Howe, con los teatreos de un Peter Gabriel que aún no iba de salvador del mundo, con los guitarreos locos de un Robert Fripp que no se daba cuenta de que las letras de Peter Sinfield podían ser un tanto guarras, con el macarrismo culto de los teclados de Emerson, con el lirismo ingenuo que destilaban la voz grave y los punteos saltarines de Andy Latimer.

Presentada queda, pues, la que será una de las líneas maestras de este blog en el 2008: el repaso más o menos tierno a varios de estos entrañables dinosaurios, deteniéndome, disco a disco, en sus discografías, y de esta manera profundizando en las causas de mis escasos momentos de felicidad, en la esencia fugitiva de esa juventud cándida que siento palpitar ahora en los auriculares mientras escucho “Starship trooper” y que hasta ahora consigo mantener intacta, al margen de los estragos del mundo.

Sí, soy un pretencioso. Y a mucha honra.

1 comentario:

Rodolfo Martínez dijo...

Me confieso un ignorante en buena parte de la música que mencionas (o sea, sé quiénes son todos esos tipos, pero de muchos de ellos nunca he escuchado nada) pero confieso que el rock sinfónico (especialmente los Pink Floyd, me temo que no soy muy original) fue una de mis pasiones en la adolescencia y que aún hoy, la música que más me gusta es heredera en buena medida del rock sinfónico setentero.

Estoy de acuerdo contigo: viva la complejidad, viva una cierta decadencia. Vivan, por qué no, los excesos.

Tu blog me atrapó con tu repaso a la obra de Kubrick, y ahora que estoy leyéndolo en orden inverso y yendo cada vez más hacia atrás me pregunto por qué no lo encontré antes.

Diante, sí que merece la pena.