jueves, 31 de enero de 2008

No dudéis de Dudamel


Que Venezuela, país asociado en el imaginario colectivo español con culebrones de orgullo y pasión, vecinos dicharacheros y ruidosos y tiranos populistas, sea capaz de producir orquestas sinfónicas de primer orden, romperá los esquemas de muchos para quienes la música clásica es patrimonio de las élites decadentes de la vieja Europa.

Que encima estas orquestas sean producto del “sistema” de José Antonio Abréu, ambicioso programa social y cultural que buscaba alejar a los jóvenes de las calles para sentarlos frente a un instrumento, pondrá con la mosca detrás de la oreja a todos esos energúmenos ultraliberales opuestos al mecenazgo cultural del Estado y que aquí, entre nosotros, se desgañitan gritando “ni un euro para el cine”.

Que Gustavo Dudamel, un ricitos de 27 años surgido de este caldo de cultivo, se haya consagrado a nivel internacional como uno de los pocos directores de orquesta capaces de levantar entusiasmos entre los instrumentistas y el público durante este verdadero Ragnarok de la música entendida como arte, despertará el recelo de los aguafiestas de siempre, dispuestos a ver tongo, engañifa y mercadeo de las multinacionales por doquier. Esos mismos que ahora le están haciendo pagar a Simon Rattle, con su desdén, sus años de joven prodigio en Birmingham.

Pero en fin, quienes estuvierais el domingo pasado en Madrid escuchando a Dudamel al frente de la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar, o en cualquier otro concierto de su gira española, comprobaríais que a veces podemos creer un poco la propaganda. Esa “Consagración de la primavera” del abuelo Igor original fue para caerse de la silla, con varias lecturas “controvertidas” de algunos pasajes demostrando que el joven prodigio tiene ideas y no sólo nervio, y una potencia, un saber técnico y una emoción al interpretar que buscaríamos en vano en muchos conjuntos intocables de Europa y Norteamérica.

Lástima que la segunda parte fuese la Quinta de Tchaikovsky, que para mí es el equivalente musical de una enorme tarta de nata, y que sirviera para demostrar solvencia y seriedad en un repertorio más visto que el tebeo que necesitaría un poco más de irreverencia para volver a gustar como antaño. Pero todo se perdonó tras la propina, ese delirante “Mambo” de “West Side Story” que leí a algún idiota intentando despreciar diciendo que parecía compuesto por una “drag queen”, como si aquello no fuese más bien una virtud. Durante los aplausos, vi algo que pensaba no ir a ver nunca: a la plantilla entera de una orquesta sinfónica haciendo la ola.

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