sábado, 29 de diciembre de 2007

Vuelve a Arkham por Navidad


Una de mis particulares costumbres lectoras en estas fechas de fin de año suele ser volver a alguna parte de los escritos del bueno de Howard Phillips Lovecraft, el angustiado caballero de Providence. Llevo haciéndolo más o menos desde el 2003, y, dependiendo de mi estado de ánimo, o de los relatos que toca leer de la famosa edición británica en tres tomos, mis impresiones varían bastante.

A veces me regocija el contraste entre la felicidad indiscriminada que se nos vende por doquier, sin escapatoria, y el gamberrismo juvenil de aquellos primeros relatos macabros, torpes y divertidos. Es un poco el principio homeopático: es evidente que no reivindico la muerte, la sangre o la putrefacción como alternativas a las delicias de festejar en familia, pero está bien recordar durante estas fechas que ciertos aspectos más feos de la existencia siguen estando ahí, y que el estrépito de las zambombas no alcanza a camuflarlos.

Otras veces, me apena y casi enternece esa solitaria figura que dedica considerables andanadas de dudosa retórica a demostrarnos lo inherentemente hostil que es el universo, y sin embargo es capaz de emocionarse casi hasta las lágrimas por una experiencia fuera de casa tan vulgar como un trayecto en los ferrocarriles Boston & Maine (“El que susurra en la oscuridad”), o comienza a cuestionarse, como en ese ambiguo final de “La sombra sobre Innsmouth” si realmente él no será en el fondo igual a esas criaturas vulgares, cuyo aroma a pescado no es difícil de asociar al sexo, y si no merecerá la pena dejar de preocuparse y aprender a amar el horror.

Las dramáticas tesis de Houellebecq se resquebrajan. Incluso la emblemática “En las montañas de la locura” deja traslucir que los abominables seres con cabeza de estrella eran una raza meritoria y digna de admiración, y el exilio estelar, transportado a través del éter por seres de alas membranosas, del descabezado protagonista de “El que susurra...” no sugiere sino un hambre de vivencias, de conocer lugares diferentes, de probar nuevas delicias al margen de las polvorientas estanterías de libros.

Esa retórica monocorde que expresa rechazo y repugnancia con adjetivos insistentes y construcciones muy parecidas, esos intentos de evocar maravilla mediante descripciones incomprensibles de antiquísimas moles arquitectónicas, todo ello configura paredes invisibles de palabras contra las que Lovecraft estrellaba su frustración. Los hay que admiran sin reservas a los escritores “pulp” por su estilo excesivo, por su falta de contención imaginativa, pero también hay que saber verlos como seres limitados, prisioneros, que sublimaron mediante grandilocuencia de segunda mano las grandes carencias de sus vidas.

¿Qué piensa de las gregarias navidades un ermitaño autocompasivo que se siente incomprendido por todos, que despotrica contra todo lo que desconoce o no comprende? Por eso encuentro instructivo reivindicar la figura de Lovecraft en estas fechas, como espejo deformante, como plataforma para el debate, como manera de tender una mano al adolescente automarginado y gruñón que sigo teniendo dentro y que, si bien cree todavía que Cthulhu acecha a la vuelta de la esquina, admite la posibilidad de equivocarse y la eventualidad de dejarse convencer por ateos optimistas. Aunque, francamente, lo dude mucho.

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