domingo, 9 de diciembre de 2007

Fernando Fernán-Gómez (1921-2007)


Fernando Fernán-Gómez fue casi el primer héroe de acción del cine español, o pudo haberlo sido, en “Rififí en la ciudad” (1963) del ínclito Jesús Franco. Al menos, a su duro policía no le faltaba ni mal yogur ni una de esas frases que ya hubiesen querido Bronson, Eastwood o Stallone en sus horas más bajas: “Recuerde que soy un hombre con una pistola”.

Lástima que Franco fuera Franco y ya entonces diese un poco gato por liebre y nos robase la presencia de Fernán-Gómez, en teoría el protagonista, durante la mayoría del metraje. Estuve a punto de preguntarle algo sobre el tema al maestro, que también empleó como actor al “tío Jess” en “El extraño viaje”, durante un coloquio en la Filmoteca, pero el buen señor, en uno de sus alardes de desparpajo, aprovechó un silencio en las preguntas para dar él mismo por terminado el acto, aduciendo cansancio. Tal vez no hablé por temor a que me mandase “a la mierda”...

Pero desde luego era uno de los grandes, todo un heredero de aquella “otra generación del 27” satírica y mordaz, que sería truncada por la Guerra Civil pero pervivió a través de varios quintacolumnistas infiltrados en el mundo del espectáculo. Lo malo de vivir bajo la sombra del otro Franco, el gallego bajito, es la obligación, supongo que por autodefensa, de adoptar una pose ácrata, bronca y epatante, unas ganas de escandalizar al público biempensante, que tal vez fuese higiénica y liberadora para quienes vivieron entonces, pero puede resultar pueril y gratuita a los hijos y nietos de la Transición. Para ver ejemplos de lo que quiero decir, no hace falta más que acercarse a algunos de los peores trabajos de Azcona y García Sánchez, compendios de rémoras y traumas del franquismo profundo que ya no merecerían airearse tanto 30 años después.

No digo que la obra de Fernán-Gómez esté completamente libre de semejantes lastres históricos, pero un servidor lo ha colocado a menudo, incluso en su faceta de director cinematográfico, por delante de mucho nombre sagrado de nuestro séptimo arte. Desde que el gran Jardiel Poncela diese la alternativa a Fernando para encarnar al “Pelirrojo” de “Los ladrones somos gente honrada”, la herencia de un humorismo al límite de lo absurdo latió siempre bajo su cabeza inquieta hasta explotar en obras personales como “La vida por delante” (una de mis comedias españolas preferidas de siempre, por delante de cualquiera de Berlanga), su continuación “La vida alrededor” o la insólita y macabra “El extraño viaje”. Pero los problemas con la censura cortaron un tanto las alas a esta faceta autoral de Fernán-Gómez, que siguió siendo un actor esencial de nuestro cine, con hitos para todo tipo de público, incluso el más friki y festivo, que jalea aún su chupasangres en “Un vampiro para dos” de Pedro Lazaga. Hubo que esperar a la muerte del abuelo para retomar con nuevas fuerzas su carrera como director, aunque en ocasiones los resultados no admitan un término medio entre la admiración y el rechazo, como ocurrió en ese esperpento zarzuelero que se tituló “Bruja, más que bruja”.

En los últimos años, Fernán-Gómez se creó una fama hosca e intratable, poco amiga de hacer migas con el público de a pie, que por otro lado es muy habitual entre el “show business” de nuestro país, que vive encantado de firmar contratos publicitarios millonarios y poder acostarse con bellos jovencitos y jovencitas a las pocas horas de conocerlos, pero aguanta mucho peor ser reconocido en cualquier momento por don nadies empeñados en hacerte saber durante horas lo importante que has sido en sus vidas. Podrá argumentarse que no hay obligación de ser simpático con el público, pero, a fin de cuentas, ¿quién da de comer a un actor?

Suerte que don Fernando ya nos había regalado tantos grandes momentos en cine, teatro y literatura (su anatomía del costroso negocio cinematográfico español en su novela “El vendedor de naranjas” no tiene desperdicio) que no necesitaba, a estas alturas, ser la típica estrella hollywoodense que regala abrazos de oso y sonrisas Profidén por doquier. Otros, en cambio, no tienen esa excusa.

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