lunes, 17 de diciembre de 2007

"Cronopaisaje" de Gregory Benford


Por más que uno quiera negarlo, hay momentos en los que uno ha de rendirse a la evidencia y reconocer que es un aficionado irredento a la ciencia ficción. Por ejemplo, cuando tienes esperando, muertitos de frío en la biblioteca, hitos como “House of leaves” de Mark Danielewski, “A winter’s tale” de Mark Helprin, un tomazo de novelas y relatos de Georges Perec, varias novelas atrasadas de John Irving, David Mitchell o Salman Rushdie, y, sin embargo, los tengo aparcados “sine die” para dedicar dos semanas de mi vida a pelearme con un novelón de Gregory Benford y así poder ponerlo a parir con conocimiento de causa.

Pero uno es así de obstinado. Dado que, para Miquel Barceló, Benford es uno de los bastiones de la CF “verdadera” en oposición a firmas como las de Delany, Lafferty o Shepard, colocadas en el índice inquisitorial de su “Ciencia ficción: Guía de lectura” (cuya edición actualizada está a punto de alcanzar el estatus mítico de “The last dangerous visions” de Harlan Ellison, como libro mil veces anunciado pero jamás editado), estaba claro que se imponía conocer su obra para saber de qué iba, y a ser posible comenzando por su “gran clásico”, “Cronopaisaje”.

La verdad es que yo no quería. Yo tenía lista para reseñar “Luz” de M. John Harrison, toda una obra maestra del gafapastismo llena de relaciones personales torturadas y deprimentes, simbolismos pretenciosos y un final deliberadamente oscuro, pero dado que se me adelantó un colega y no estaba en condiciones de superar la faena, abjuré de mis veleidades intelectualoides para sumergirme en la honradez artesanal del amigo Gregory, cuyas credenciales como profesor universitario de física y miembro “pata negra” del fandom le sitúan automáticamente por encima de advenedizos caraduras como Margaret Atwood o Cormac McCarthy. Estos últimos lo superan ampliamente en planteamiento, oficio, calidad y resultados, pero bueno, esas son consideraciones secundarias dentro del mundillo.

No voy a negar que en cierto modo “Cronopaisaje” fue una novela innovadora, pues, en lugar de situar su elevado concepto científico (aprovechar el hecho de que los taquiones, partículas que viajan a velocidades mayores que la de la luz, son capaces de remontar el curso del tiempo, para alertar a los habitantes del pasado sobre una catástrofe ecológica) en un contexto aséptico y mal imaginado de “space opera”, lo sitúa en un momento concreto de la historia, 1963, reconstruido de una manera aséptica y mal imaginada, y en un amenazador futuro cercano, que desde un punto de vista imaginativo ofrece menos problemas pues basta con exagerar un poco algunas de las tendencias actuales de la sociedad de una manera aséptica y mal imaginada.

Amén de la hipótesis científica, que siempre es la carne, sangre y razón de ser de la CF “hard” (pues las revistas especializadas en física no publican vuelos irresponsables del razonamiento, por tanto hay que disfrazarlos de relatos), Benford quiere ofrecernos una visión realista de la vida de un científico: su lucha por lograr resultados pese a las limitaciones presupuestarias para experimentar, la incomprensión de sus parejas por pasarse toda la noche bombardeando muestras radiactivas con iones, las intrigas palaciegas de las universidades, el estigma social que cae sobre los pensadores heterodoxos, etc. Ahí está ese aspecto novedoso que quería resaltar, el hecho de que “Cronopaisaje” al mismo tiempo es y no es una novela de CF. Por un lado están las especulaciones sobre el viaje en el tiempo, sobre si las paradojas son posibles, si teniendo en cuenta la física cuántica lo que hacemos al hablar con el pasado es generar un universo paralelo sin relación con el nuestro, etc., y por otro tenemos el componente humano y cultural, anclado en la experiencia cotidiana.

Que me perdone Miquel, pero no encuentro muy entusiasmante el libro en ninguno de ambos aspectos. Hay que reconocer que la idea de CF es buena y no carece de posibilidades: esa comunicación entre épocas distintas, esa inquietante amenaza ecológica que pone al mundo en jaque en 1998. El problema es un poco el de siempre: desoyendo a Brian Aldiss en su lapidario pronunciamiento (“La CF no está escrita para científicos en mayor medida que las historias de fantasmas puedan estar escritas para fantasmas”), resulta complicado no perderse en las argumentaciones científicas (dramatizadas, al mejor estilo de Asimov, en una conversación tras otra) sin al menos un diploma elemental de física, queriendo apelar a un sentido de la maravilla del razonamiento que, me temo, no funcionará muy bien entre los lectores de letras. Tiene bastante delito que productos comercialoides cien por cien Hollywood como la película “Frequency”, saquen muchísimo más rédito emocional de una situación parecida que una obra literaria extensa cuyo autor dispone de una libertad artística en teoría mucho mayor.

Pero no se queda ahí el problema: ¿un mundo futuro donde los océanos han sido invadidos por agentes patógenos a punto de ser propagados por el agua de lluvia? ¿Un creciente caos social donde se va perdiendo el sentido de lo que la civilización significaba? ¿Y por qué es todo tan tibio? ¿Por qué el consejo gestor de lo que queda es una gris y aburrida junta de burócratas, sin un solo intento de analizar la malévola y despiadada política que tales circunstancias harían necesaria? ¿Por qué no cambian las costumbres, por qué la locura no va permeando poco a poco todos los aspectos de la vida? Parece que lo único que le importa a Benford es que los científicos puedan seguir jugando en el sótano con su Quimicefa, al igual que Gordon Bernstein, el protagonista de la trama de 1963, lamenta la moratoria atómica de Kennedy por hacer imposible la idea de Freeman Dyson de alcanzar las estrellas propulsando las naves con una explosión nuclear tras otra.

Y si como pura CF Benford no acierta a seguir sus ideas hasta sus últimas implicaciones ni a hacer que resulten absorbentes e intrigantes sobre el papel, tampoco podemos decir que el componente de “literatura general” dé en el clavo. Dejando aparte lo laborioso del lenguaje, sus frecuentes infelicidades estilísticas (por poner sólo un ejemplo, se decribe una botella de vino que no se ha terminado de beber como “incompletamente usada”), la caracterización de los personajes, cuando no se ajusta como un guante al tópico (esa madre judía que desaprueba de la novia gentil de Bernstein), resulta bastante anodina (desafío a cualquiera a que me sepa decir diez diferencias principales entre los caracteres de Renfrew, Bernstein y Cooper), e incluso cuando se intenta entrar en aguas más turbulentas, como en la adopción del donjuanismo como (único) rasgo distintivo del personaje del gestor Peterson, la manera de hacerlo es tan neutra, tan “matter of fact”, que casi nos parece estar leyendo sobre partículas subatómicas en colisión antes que sobre un tipo que consigue que una mujer le sea infiel a su marido a la media hora de conocerlo (y para colmo la esposa en cuestión es japonesa, con lo cual incurre en un estereotipo de la “dama dragón” de lo más políticamente incorrecto).

Cierto es que el tramo final, con su evocación de un universo múltiple, de una realidad en flujo y transformación constante, de un sistema de universos paralelos influyendo sutil y fantasmalmente unos sobre otros, alcanzaría cierta densidad poética de no constituir un mero estrambote para un soneto tirando a insípido. El mito de la ciencia como ideal más alto del ser humano, cuya búsqueda incluso pudo, en otro cosmos alternativo, evitar el asesinato de JFK, no suele ser comunicable a los lectores legos en la materia, los que prefieren disciplinas humanísticas cuyos titulares universitarios, según relata la novela, mantienen siempre cerradas las puertas de sus despachos porque tienen mucho que ocultar, en contraste con los de ciencias, que siempre las abren de par en par durante su estancia, como símbolo de su apertura mental a toda prueba. Tantas otras palmaditas en la espalda a un público entregado, mientras el resto de lectores se imagina el grado de claridad, amenidad y originalidad de una clase de Benford en la universidad californiana de Irvine y se ve invadido por escalofríos.

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