domingo, 9 de septiembre de 2007

No tan caótica... ¿o sí?


Ahora se llevan mucho los juicios al por mayor, las descalificaciones sumarias centradas en el fondo y no en la forma, y si son “a priori”, sin antes echar un vistazo al objeto del juicio, mucho mejor. Es lo que se expresa mediante preguntas como “¿Para qué voy a leer ese libro?” o “¿Para qué voy a ir a ver esa película?” Yo en cambio soy tan alma cándida como para soportar primero la obra en cuestión, e incluso, cosa rara, llego a inversiones del orden lógico como admirarla por la forma sin comulgar al cien por cien con el fondo.

Tomemos por ejemplo “Caótica Ana” de Julio Medem. Vehículo de un catecismo progre llevado a extremos casi de mal gusto, maniquea en su alineación política, entusiasta en su adopción de un feminismo al borde de lo demagógico contradicho todo el tiempo por la aureola erótica que jamás abandona a su protagonista, absolutamente seria en su exposición de un misticismo “new age” y una empanada de antropología “pop” entre “El héroe de las mil caras” de Joseph Campbell y “La diosa blanca” de Robert Graves, sin embargo la película ejerce sobre mí una fascinación considerable vista como la obra de un artista excéntrico que trabaja sin red y pone al descubierto sus entretelas íntimas con loable desprecio al qué dirán.

La metáfora de la hipnosis, constante en la peli mediante esa cuenta atrás desde diez, es apropiada para una historia donde prácticamente nada de lo que sucede es creíble: Ana, una chica inocente criada en una cueva lejos de la civilización por su padre desencantado del mundo, recibe una beca para desarrollar sus dotes artísticas en una residencia para estudiantes superdotados; allí, Ana aprenderá que, bajo hipnosis, es capaz de recordar sus vidas anteriores, llegando a la revelación de que, como si del Campeón Eterno de Michael Moorcock se tratara, ella es la enésima encarnación de una heroína que lucha contra el poder del macho opresor pero muere cada vez, y a la misma edad, en el intento. Así, la cuenta atrás no es sólo hacia el despertar hipnótico sino hacia la próxima confrontación con el eterno adversario.

Medem, como es costumbre en él, crea un relato audaz en lo visual, recurriendo mucho a las tecnologías digitales para obtener imágenes inéditas que con las cámaras convencionales costaría un poco obtener (pienso por ejemplo en la escena erótica entre Ana y Saíd, con esos tremendos “travelling” que recorren velozmente el cuerpo de ella) y llegando incluso a incluir secuencias de cierta crudeza sangrienta para ilustrar los sufrimientos de su Campeona Eterna a través de las eras. Aunque la estructura del relato ha perdido bastante en complejidad desde aquellos tiempos de “La ardilla roja” (una de las películas favoritas tanto de Stanley Kubrick como de Terry Gilliam), y Medem sigue considerándose un poeta literario, cuando su fuerte es ante todo lo visual, llama la atención cómo consigue sacar un partido favorable a esa falta de verosimilitud que hemos comentado, de manera que, ante giros tan peculiares como la aparición de Ana a bordo del velero del padre del personaje que interpreta Bebe, pasamos unos cuantos minutos perplejos, no sabiendo si estamos ante otro más de los múltiples sueños de la protagonista... o si toda la historia no será un sueño.

Irrealidad no falta en esta especie de cuento de hadas revolucionario que recorre medio globo y media historia de la humanidad. Quizá se podría haber sacado más partido a la iconografía de las vidas anteriores, expresadas en la banda sonora mediante lenguas extranjeras o muertas y en lo visual mediante una animación de los cuadros pintados por Ana, donde las puertas figuran de manera predominante. Por contraste, el tema de la hipnosis recibe un tratamiento de una interesante ambigüedad erótica (el Svengali de turno es un rubito anglosajón que aspira a una inexpresividad inquietante) ejemplificada en la actualización de la vieja estampa decimonónica en la que los magnetizadores hacían levitar al objeto de sus artes delante de un asombrado público.

Tanto suceso maravilloso, tanto dulce despertar al mundo, terminan por hacer adecuada la escasa experiencia ante las cámaras de Manuela Vellés; siendo malos, podríamos decir que la chica es guapa pero no sabe actuar, pero me da que una buena actuación no transmitiría esa sensación de inocencia (Lynch suele hacer lo mismo: que levante la mano quien piense que Isabella Rossellini en “Blue velvet” o Laura Harring en “Mulholland Drive” logran interpretaciones magistrales). También está claro que Medem no comparte la visión del feminismo ortodoxo, que censura la exhibición y la admiración de la belleza. Una supermujer debe serlo en todos los aspectos, que para eso tratamos de crear, mediante la ficción, mitos más grandes que la vida.

Por eso, por ese clima mítico y onírico, me resulta tan inesperado el final, que nos devuelve a un universo real de iluminación fría y llega a unos extremos de atrevimiento que no veíamos desde Ken Russell. Me cuesta trabajo no destripar esta escena, el momento “polémico” por excelencia del film (aunque a la hora de la verdad, dada la tibia acogida, no haya resultado tan polémico como yo esperaba), pero baste definirlo como un acto de “terrorismo erótico”. Ahí es donde confluyen todas las líneas temáticas de la película, su izquierdismo guay defensor del Frente Polisario y execrador de unos Estados Unidos culpables de todo, incluso de que se aboliera el benigno matriarcado bajo el cual la humanidad era más feliz que ahora. Se puede discutir que Medem cierre su sugerente ficción en una nota tan panfletaria, pero en cierta manera la falta de gusto con que lo hace lo redime. En ese momento no aspira a ser elevado y sublime, sino sucio y cortante, haciendo de Gerrit Graham, el imborrable Beef de “El fantasma del Paraíso”, el blanco de una ira milenaria.

Esa capacidad para variar de registros, para lanzarse de cabeza al caos desde la armonía, es lo que hace a un artista. Un servidor jamás firmaría el manifiesto ideológico que sostiene la película, pero encuentra saludable la vehemencia de su creatividad, su personalidad desarrollada y atractiva, casi excesiva, en unos tiempos en que nuestro cine parece aspirar, o al mimetismo pobre de Hollywood por un lado, o a un perjudicial minimalismo expresivo en el lado menos comercial de la balanza. Medem querría situarse en medio, pero es demasiado visceral para que la jugada le salga bien en taquilla.

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